RELIGIÓN El exilio benedictino de Cuixà
El año 1965 ocho monjes de Montserrat fueron trasladados al monasterio del Conflent
Al final del franquismo y en la transición, el monasterio de Sant Miquel de Cuixà tuvo un papel importante como espacio de refugio y símbolo de libertad. Una docena de monjes de Montserrat, trasladados allí, protagonizaron un capítulo clave de la historia contemporánea de la Iglesia, del catalanismo y de la lucha antifranquista que ahora se explica detalladamente en el libro Cuixà, exili i refugi, Un testimoni al peu del Canigó (1965-1985), escrito por el antropólogo Jordi Tomàs y publicado por L'avenç, a partir de más de 120 testimonios.
El 29 de noviembre de 1965, ocho monjes de Montserrat (Beda Moragas, Plàcid Vila-abadal, Albert Tomàs, Josep Porcel, Francesc Civil, Hugó Fillol, Damià Molas y Lluís Pérez llegan a Sant Miquel de Cuixà para ocupar un monasterio que acaba de dejar la comunidad cisterciense. Otros tres monjes salen también de Montserrat: Ildefons Lobo se va a Viboldone (Milán), donde colaborará con Aureli Argemí como secretario del abad Escarré; Agustí Vila-abadal, a París, y Pius Tragan, a Palestina. Unas semanas antes había muerto el padre Gregori Minobis,que había liderado aquel grupo de monjes renovadores. Inicialmente habían querido formar una comunidad en Barcelona, con un papel más comprometido con los pobres y la defensa de las libertades, que sintonizaba con los aires del concilio Vaticano II y la encíclica Pacem in Terris de Juan XXIII. Este deseo de renovación monástica acabó provocando una fuerte división
interna y la intervención de dos visitadores enviados desde Roma. Serán ellos quienes propondrán que Escarré abandone el monasterio, en parte por las polémicas declaraciones contra el régimen en Le Monde, y que los monjes disconformes cesen en todas sus actividades (coloquios con jóvenes, artículos o clases) y los más díscolos sean expulsados de Montserrat. Descartada la opción del traslado al santuario del Miracle, acaban en Cuixà. Una maravilla del románico –aunque le falta parte del claustro trasladado a Nueva York–, pero con unas instalaciones en estado lamentable.
El p. Josep Porcel fue nombrado prior, y la primera gran tarea fue la rehabilitación de parte de las dependencias, tarea en la que contaron con la ayuda de centena
Ires de voluntarios. Pronto se establecen fuertes vínculos con la comunidad de exiliados catalanes. En 1966, Pau Casals da dos conciertos en Cuixà, y el monasterio será frecuentado a menudo por políticos, artistas y periodistas.
La presencia en Cuixà durante un mes de Marta Harnecker, marxista y discípulo de Althusser; la detención de los monjes Civil y Fillol cuando pasaban por la frontera 2.500 copias del Diccionario del militante obrero, editado por el MIL; la acogida a Oriol Solé Sugranyes cuando se fuga de una prisión francesa (acabará muerto a tiros por la Guardia Civil tras su fuga de Segovia con miembros de ETA); la instalación de la sede del Ciemen en Cuixà o el hecho de que sirviera de refugio a militantes de varias organizaciones puso Cuixà bajo la lupa de la policía.
En el libro de Jordi Tomàs, hijo de uno de los monjes, quizá se habla poco de religión porque la experiencia de Cuixà se empezó a diluir cuando llegan las secularizaciones: hasta cinco monjes del grupo inicial lo dejaron, y otros tres que llegaron más tarde. Hoy solo quedan dos monjes que llegan en los setenta: Marco Riva, de Milán, y Rémy Messer, de Alsacia, que, como dice el autor, mantienen con gran dignidad el monasterio y hacen que “siga siendo un recurso para el espíritu”.
Cuixà fue un espacio de encuentro, de refugio, pero también sacudió muchos conciencias. Como la de Joan Anton Benach, crítico de teatro de La Vanguardia, que acude tras una desgracia familiar, quien quedó impactado por las palabras del monje Albert Tomàs: “Creo en Dios, desde que sé que Dios no me sirve”.c
Un libro de Jordi Tomàs reconstruye a partir de unos 120 testimonios la historia de Cuixà de 1965 a 1985