La Vanguardia

Regreso a Guadalcana­l

Los chinos ya controlan el comercio y gran parte de la economía del archipiéla­go

- MARINA MESEGUER Barcelona

Qué es esta guerra en el corazón de la naturaleza? ¿Por qué la naturaleza compite con ella misma? ¿La tierra se enfrenta con el mar? ¿Hay un poder vengador en la naturaleza?”, se pregunta el soldado Witt en la La delgada línea roja mientras rema sobre las aguas turquesa de las islas Salomón.

En estas islas remotas se disputó la batalla de Guadalcana­l, clave en la victoria de los aliados sobre el Japón imperial. Cientos de aviones derribados, tanques y balas oxidadas y hasta botellines de Coca-cola quedan como testigos de aquel momento en que las Salomón fueron uno de los centros del mundo. Una medalla en la solapa de la épica estadounid­ense.

Los marines dejaron paso a los australian­os, pero un paseo por Honiara basta para darse cuenta de que China es quien tiene la influencia. Es más fácil comerse un rollito de primavera que encontrar un cibercafé. Desde las naves industrial­es del Chinatown de la capital controlan el comercio hasta la última isla. Y son casi mil.

En el poblado de Seghe, en Nueva Georgia, hay una pista de aterrizaje y un muelle desde donde los niños saltan al agua y nadan sobre el esqueleto de un avión estadounid­ense. Son cristianos, pero también creen en el espíritu del cocodrilo. Allí, lo más parecido a un núcleo urbano son las casas junto a un mercado donde los lugareños traen con sus canoas cuatro frutas y pescado. Economía de subsistenc­ia. ¿A quién se le ocurriría poner un dedo en el mapa y elegir Seghe como lugar en el que probar fortuna? Junto al mercado hay un hangar lleno de conservas, productos de plástico o jabón. Lo regenta una familia china.

Cuando la avioneta desciende hacia Seghe, poco antes de llegar, el verde de los bosques vírgenes desaparece para dar paso al rojo del barro. Ya no hay árboles. Los han talado. Una mancha de aceite catastrófi­ca. Troncos gigantesco­s son cargados en camiones hasta la costa. De allí, a un carguero chino. El ritmo es frenético. De día se tala, de noche las grúas dejan caer los troncos en las bodegas como si fueran bombas. Un estruendo que inunda la laguna de Marovo hasta bien entrada la madrugada.

“Ahora los jóvenes van en lancha porque trabajan para las madereras. Pero en dos o tres años, ¿Qué será de nosotros?”, suspiraba la propietari­a de una casa de huéspedes. Los chinos son el único motor económico, quien no tala árboles, busca pepinos de mar para vendérselo­s. Puede que pensar en el futuro sea un privilegio.

En la vecina Vanuatu fui testigo de las quejas de los obreros que trabajaban en la construcci­ón de una carretera a un empleado del ministerio. Los chinos pagan mal, decían. A lo que el funcionari­o respondía: “Nadie más quiere hacer negocios con nosotros”.c

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