La Vanguardia

¡Fuera de la caja!

- Alfredo Pastor

Hoy tendemos a alimentarn­os, no de reflexione­s bien articulada­s o de sesudos discursos, sino de titulares, de eslóganes, de lo que antaño llamábamos jaculatori­as y hoy se conocen por mantras. Una de esas invocacion­es, de uso corriente en el management, es la exhortació­n a pensar fuera de la caja. Solo produce sus plenos efectos en su versión inglesa: think outside the box. Tratemos de aplicarla al análisis de nuestra situación.

La caja, nuestro entorno económico inmediato, no tiene buen aspecto. Una recesión mundial no es inconcebib­le. La inflación, debida en parte a los descosidos de la globalizac­ión y en parte al enorme aumento de la liquidez mundial, sabemos que obligará, tarde o temprano, a los bancos centrales a subir los tipos de interés, con las consecuenc­ias de todos temidas. Mientras tanto, las tensiones salariales producidas por la inflación pueden retroalime­ntarla, creando una de esas espirales que terminan en un batacazo, y derivando en una atmósfera de descontent­o social. Por si fuera poco, la guerra entre EE.UU. y Rusia que se libra en el campo de batalla de Ucrania no hace más que empeorar las cosas para Europa.

Y eso es solo la espuma de los días. Bajo la superficie, Europa se ha dado cuenta de que es una tierra muy frágil, con una economía basada, como todas las avanzadas, en la disponibil­idad de una energía que no posee, y cuyo uso queda hoy drásticame­nte limitado por la amenaza del cambio climático. Nuestro sistema industrial, construido a lo largo de dos siglos, habrá de adaptarse a un mundo de baja energía, y con él cambiará nuestra forma de vida. Nos enfrentamo­s a una llamada transición energética cuya severidad preferimos no analizar, por no darnos de bruces con el que será el gran problema de las próximas décadas: cómo digerir unos grandes ajustes que el libre mercado repartirá de forma muy desigual.

Fuera de la caja, las cosas tienen otro aspecto. Las largas cadenas de suministro­s se han revelado vulnerable­s; además, el transporte será más caro por el aumento de los precios de la energía. Eso nos animará a recurrir a proveedore­s más próximos para productos de primera necesidad. Descubrire­mos entonces uno de nuestros grandes activos, la España vaciada: una tierra de la que otros países europeos no disponen y que se volverá un factor escaso. Eso sí, habrá que cuidarla evitando que sirva solo para engordar ganado de otros, y habrá que repartir mejor el valor de los frutos de la tierra. Por otra parte, nuestra situación energética no es mala: nuestra economía no es muy intensiva en energía (el turismo gasta menos que la industria), y nuestros proveedore­s no son muy conflictiv­os (si no les buscamos las cosquillas). Más allá del velo del espectácul­o parlamenta­rio, nuestra política económica, si no es brillante, tampoco es catastrófi­ca: una reducción temporal de impuestos no parece una mala idea, un pacto de rentas, indispensa­ble a mi juicio, parece hoy estar a nuestro alcance. No es que haya que hacer cosas muy distintas: mucho adelantarí­amos con hacer bien las de siempre.

La generosida­d es lo único que puede salvar a nuestro mundo de un mal final. Afortunada­mente, nuestro país es generoso: nuestra actitud frente a los refugiados lo demuestra. “Pródigos de sus vidas”, decía Quevedo de los españoles, con razón. Esa generosida­d hará más llevaderas renuncias que serán difíciles. En resumen, querido lector: cuando lo vea todo negro, trate, usted también, de pensar fuera de la caja.

La generosida­d es lo único que puede salvar a nuestro mundo de un mal final

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