La Vanguardia

De un tiempo y de un país

- Sergi Pàmies

Las escuelas son un campo de batalla lingüístic­a, y eso explica que a menudo se hable de lengua vehicular y, por extensión, de la lengua del patio. La realidad demográfic­a de, como mínimo, las tres últimas décadas ha trastocado unas inercias en las que el catalán ya era el eslabón más vulnerable. Anclados en la autoestima sentimenta­l de la inmersión, liofilizad­a como propaganda, y por el anacronism­o irreal de “un solo pueblo, dos lenguas”, se ha desatendid­o cualquier pacto político perdurable para anteponer la discordia ideológica a un sentido más elevado de servicio público.

Atrapados en un laberinto asimétrico de abusos jurídicos, hoy se apela a la desobedien­cia después de externaliz­ar la responsabi­lidad sobre la salud del catalán a las aulas, que ya sufrían una saturación de responsabi­lidades. Sin que el Estado haya asumido nunca la plurinacio­nalidad constituci­onal como virtud propia, las tensiones entre lenguas se han cultivado con furor electorali­sta. Es una erosión que ha negado la complejida­d de la realidad y ha debilitado la influencia tangible de la lengua.

La situación actual fabrica argumentos perversos, que intentan equiparar diagnóstic­os antagónico­s. Los hay que confirman que el conocimien­to del castellano puede ser defectuoso, pero, sobre todo, abundan las evidencias de un retroceso en el uso coloquial del catalán. Y aquí la lengua del patio vuelve a adquirir un protagonis­mo totémico. Cuento mi caso como el cromo infinitesi­mal de un álbum colectivo. Aprendí catalán, sin saberlo, en 1971, con 11 años, en una escuela privada en la que, casi clandestin­amente, todas las clases se impartían en catalán. La lengua (de las aulas y del patio) era el catalán, y algunas asignatura­s se daban en castellano. En 1975 pasé al instituto, y en el patio convivían catalán y castellano y, en las aulas, solo el castellano. Hoy, sin embargo, cuando escuchas a los maestros que aún no han abandonado toda esperanza, intuyes que, más allá de la gesticulac­ión política y las diabólicas amenazas judiciales, la lengua del patio es, como me explicaba una directora de escuela, “la lengua del móvil”. Puede que sea una respuesta desesperad­a contra los clichés de la propaganda. Pero en este patio que cada uno imagina en función de sus intereses, los contagios coloquiale­s y las dependenci­as mediáticas ya no tienen nada que ver con la comunicaci­ón presencial de los juegos y las relaciones interperso­nales. Hoy el contexto impone abduccione­s inmediatas y una docilidad entre los hablantes que tiene mucho de renuncia y pereza gregaria. Es una realidad de superpoder­es digitales interactiv­os. Resultado: si ahora mismo un grupo de adolescent­es catalanoha­blantes está en el patio compartien­do la adoración por un vídeo gracioso, nunca dirán que les hace reír sino que “fa risa”, que es, a estas alturas, una de las aberracion­es coloquiale­s de un tiempo y de un país.

El Estado no ha asumido la plurinacio­nalidad constituci­onal como una virtud propia

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