La Vanguardia

La llamada del suicidio

- Susana Quadrado

Mi primer encuentro con un suicida resultó devastador. La tarde de un sábado cualquiera recibí la llamada de un amigo cuando anochecía. Descolgué, hubo un largo silencio, luego un débil “hola”. “Necesito contártelo”. Silencio. “Ya no tengo ganas de vivir”. No existía el famoso detonante. La gota que colma el vaso. Sencillame­nte, aquella era una reflexión muy meditada que esa tarde podría ejecutarse. Había sufrido un nuevo zarpazo de su depresión, largamente larvada durante años. Esta vez, el zarpazo era de los más violentos. Mi amigo se dirigía hacia un acantilado cuya ubicación había estudiado al detalle tras días y días de descartar otras. El golpe tenía que ser certero, rápido, sin marcha atrás posible. “Escúchame”. “Es que no puedo más”.

Ni qué decir tiene que, de todos los trances difíciles por los que puede pasar una persona, este sin duda debe ser de los peores imaginable­s.

Yo enmudecí mientras notaba que cada uno de los segundos en los que no sabía cómo consolarle podían ser fatales. Imposible encontrar cómo rebatirle bien sus pensamient­os oscuros, cómo no equivocart­e. Me embargó la pena, y las dudas, y la impotencia, y el miedo. Y el terror.

Intenté pronunciar las palabras adecuadas. Yo balbuceaba –“tranquilo”, “oye, para y cuéntame”, “háblame, estoy aquí”–, como esa borracha que lleva unas copas de más y habla medio obnubilada. Para nada mi amigo quería ser el centro de atención de nada o de nadie, intenciona­lidad que erróneamen­te suele atribuirse a los suicidas. Él había llegado a la conclusión de que sus verdades valían la hoguera. O un salto al vacío. Comenzar a pensar (en el suicidio) es comenzar a estar minado, escribió Camus. En mi amigo no había mensaje. Solo desesperac­ión.

“Piensa en todos los que te quieren y lo terrible que será para ellos si les abandonas”, repetí.

Del resto de la conversaci­ón solo recuerdo su llanto final, primero firme y, al poco, completame­nte roto. Hablaba conmigo y seguía adelante andando tras apearse de un tren, buscando el camino más corto hasta el acantilado...

“Date otra oportunida­d. Hay una salida. Inténtalo de nuevo”.

Después de muchos minutos al teléfono, me dio las gracias y colgó. Nunca sabré si llegó hasta ese maldito acantilado. A la mañana siguiente recibí un mensaje suyo. En aquel momento sentí una especie de liberación que no sé ni cómo describir aquí y unas enormes ganas de vivir y que mi amigo viviera. De toda la oscuridad de la depresión, esa mañana hubo unos rayos de esperanza que daban luz a su futuro.

...

En su primer día en funcionami­ento, este miércoles, el teléfono de atención al suicidio, el 024, recibió más de 1.000 llamadas. Mil. Urge poner la salud mental en el centro de los cuidados de la sanidad pública porque ya está en el centro de miles de personas que quieren que alguien las escuche, que les aleje de la hoguera.

Mi amigo pensó que su vida valía un salto al vacío porque había dejado de tener sentido vivirla

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