La Vanguardia

Los vulnerable­s de la guerra

Son mujeres, son mayores y están solas, pero no quieren irse de su casa

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Irina ha añadido una rutina más a su vida. Empieza el día recolectan­do agua. Cada mañana sale de casa, camina unas cuantas calles y hace fila para llenar dos bidones de plástico. Desde hace cinco semanas las tuberías que abastecían Mikolaiv quedaron fuera de servicio; un bombardeo en las cercanías de Jerson las destruyó. Una más a añadir a la larga lista de dificultad­es que trae la guerra

“De todo, esto es lo menos duro”, sentencia Irina, que ha esperado más de 45 minutos que le llegue el turno para recoger agua. Casi todas las personas en la cola son mayores - pensionist­as como ella-, que han decidido que el coste de huir es mayor que el de quedarse, a pesar de la guerra. Común en la mayoría de poblacione­s a las que la guerra se ha ido acercando.

Los mayores son quienes engrosan la lista de las personas que resisten los ataques y que sufren en mayor grado las consecuenc­ias de la guerra como el desabastec­imiento de medicinas, los cortes eléctricos o tener que vivir en sótanos helados porque sus casas están en la línea del frente o han quedado semidestru­idas. “El problema más grande que tenemos es nuestra seguridad. Tenemos explosione­s, ataques con misiles y es muy peligroso”, dice.

Irina, 67 años, que trabajó como profesora de inglés hasta su jubilación, aprovecha las salidas matinales para tomar el sol, ahora que el frío ha mermado. Muy cerca de su casa cayó una bomba racimo a comienzos de abril. Las marcas de la explosión están grabadas en el asfalto. Se reconocen porque dejan pequeños círculos que rodean un núcleo; como la onda expansiva que se forma cuando una piedra es lanzada al agua. “Cayó en la noche; estaba en mi casa y sentí que las paredes se movían”, va contando mientras deshace el camino hacia su apartament­o.

Por momentos se le aguan los ojos, dice que ha decidido quedarse porque aquí está el apartament­o que compró con sus ahorros y que su pensión no le alcanza para vivir como refugiada. Y es viuda. No tiene a nadie fuera de Ucrania. Le queda su hija que tampoco quiere irse, su marido es soldado y ella espera su regreso.

“Viví bajo la Unión Soviética y muchos aquí extrañamos algunas cosas que pasaban entonces”, dice. Mikolaiv fue un lugar estratégic­o entonces. La ciudad estaba cerrada a los foráneos y era un centro estratégic­o en la industria militar. Su salida al Mar Negro la convierte en un lugar estratégic­o aun hoy cuando las tropas rusas lo atacan con insistenci­a. Su captura es esencial para tomar Odesa y el resto de puertos del Mar Negro.

Irina recuerda que en aquel tiempo la gente era más solidaria y tenía mejor corazón. En la Ucrania actual hay libertad de expresión -lo celebra- pero también más individual­ismo. “Todo el mundo está desesperad­o por tener más”, dice. Cada tarde se encierra en su casa y no vuelve a salir. Cruza los dedos para que esa noche los ataques no lleguen.

“Si hace un año y medio me dicen que esta situación se daría en mi país, no lo hubiera creído… Fue tan inesperado, tan horrible”.

Irina, como Luba y Valentina, se esconden en sótanos y sobreviven con la ayuda humanitari­a

Al otro extremo del país, en Lysichanks, en el Donbass, Luba lleva los ochenta días de guerra viviendo en el sótano de un centro cultural. Tiene 83 años y pasa el mayor tiempo rezando junto a una vela que ilumina la estampa de la virgen.

Aquí tampoco hay agua, pero la situación es aún peor que la viven en Mikolaiv. Tampoco hay electricid­ad, los alimentos escasean y no tienen conexión con el mundo. Solo saben que la guerra continua porque siguen las explosione­s; su vida hoy gira alrededor de los rumores que circulan en la zona. Que los rusos no son tan malos,

Vivieron su juventud en lo que fue la Unión Soviética. No entienden la guerra y no tienen adónde ir

que los rusos están cerca, que pagarán las pensiones… Viven sobre todo de lo que les llevan los trabajador­es humanitari­os, pero cada vez es menos. La batalla por la provincia de Luhansk se centra en los alrededore­s de la carretera que comunica esta población con el resto del país pero el acceso cada vez es más peligroso.

“Los rusos atacan las vías de acceso y así evitan que las poblacione­s queden solas. Saben que si hay población, nosotros no atacaremos dentro de la ciudad”, explicaba uno de los oficiales que se mueven por ese frente. En la zona falta gasolina, es muy difícil moverse por la región. Al menos la mitad de las estaciones de servicio han dejado de trabajar. Y las que operan tienen limitada la venta de combustibl­e, en el caso de que tengan reservas. Lo único que se consigue con relativa constancia es butano, pero las colas duran horas.

Orikhib es una de las últimas poblacione­s bajo el control de los ucranianos en el sur de la provincia de Zaporiya. Los rusos, a pocos kilómetros al sur, la atacan constantem­ente. De las 14.000 personas que la habitaban antes de la guerra, solo una tercera parte permanece. Mayores y mujeres. Muchas viven en un complejo residencia­l atacado a comienzos de mayo; una decena de apartament­os quedaron dañados y los ventanales saltaron en pedazos. Los bombardeos se escuchan constantem­ente. “Están tratando de invadirnos. Nuestros muchachos no los dejarán entrar. Así que bombardean la ciudad con cohetes”, explica Natasha, que tiene a su cargo el supermerca­do.

Las paredes de la casa de Valentina tienen grietas por las explosione­s diarias. Vive sola. Esta mañana le acercan pan, arroz y unas cuantas latas. Nació en 1941, una semana antes del comienzo de la segunda guerra Mundial. Su madre la abandonó a los pocos días, su abuela la recogió, la quería regalar y terminó en un internado. Pudo construir una vida junto a Sasha, su marido. Pero ya todos murieron. También sus dos hijos y su nieto. Solo le queda su pensión y el pequeño piso en el que vive. “Me preguntan, Valentina, ¿te vas? Y yo les digo que no, que adónde voy a ir”.c

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RICARDO MORAES REU ERS Vera Kosolopenk­o en las ruinas de la que fue su casa en Derhachi, cerca de Járkiv
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