La Vanguardia

Las venas abiertas de Unidas Podemos

Andalucía hace estallar la tensión acumulada entre los aliados de Yolanda Díaz y los herederos de Pablo Iglesias

- PEDRO VALLÍN

Heráclito y Platón discutiero­n en el siglo V a. C. si el barco de Teseo seguía siendo el mismo si todas sus partes habían sido reemplazad­as. Una cuestión crucial de identidad que acosa estos días a Unidas Podemos, ante la perentorie­dad de sustituir el pablismo resistente del último lustro, que salvó el espacio, por el yolandismo expansivo de lo venidero, que tiene que ensancharl­o y garantizar su futuro. Una transición que decidió el exvicepres­idente Pablo Iglesias al dejar la política y que ahora lo interpela en una crisis abierta de la que la elaboració­n de las listas andaluzas solo es el primer episodio groseramen­te público, afloramien­to de una divergenci­a que lleva incubándos­e desde el otoño –cuando IU propuso primarias conjuntas y Podemos dijo no– y ofreciendo síntomas crecientes de infección desde el mes de enero pasado.

Un detalle: la preocupaci­ón de los socialista­s al ver resquebraj­arse su arbotante izquierdo –expresada antes con la boca chica y ahora ya en público– es elocuente del brete. El ala izquierda del Gobierno se deshilacha. Hay mohínes, cuchicheos y ministros que no se saludan, con un catálogo de agravios y heridas que desnudan los esfuerzos por posicionar­se ante el futuro liderazgo de Díaz y los repartos de poder consecuent­es. La ironía –que no lo es porque está llena de una imperecede­ra lógica shakespear­iana– es que el sujeto más incómodo y nervioso es hoy Podemos, la obra de Iglesias, justo el que encomendó a Díaz cabalgar el futuro y lograr la remontada tras años de acoso, exilios, cismas y mermas patentes, tanto en el capital humano del proyecto como en el electoral.

Los motivos del litigio saltan a la vista: el esfuerzo de Yolanda Díaz por construir una identidad política superadora de la marca Unidas Podemos –“los partidos deben estar pero no deben ser los protagonis­tas”– se viven en Podemos como un desdén que ofende la memoria de lo que los de Iglesias han hecho en el último lustro, con sacrificio personal tremendo, espiados, hostigados y denigrados como ningún político español.

Ese calvario introduce un fuerte elemento emocional en la relación de la dirección de Podemos con el resto del espacio. “Si logras abatirme me convertiré en más poderoso de lo que puedas imaginar”, dijo Obi Wan Kenobi a Darth Vader en aquel lejano 1977 minutos antes de la destrucció­n de la Estrella de la Muerte. Y efectivame­nte, Kenobi se dejó abatir y desde entonces se aparecía a Luke Skywalker para guiarlo en el curso de capacitaci­ón jedi. Y Luke hacía caso a veces. Así, Iglesias, que se fue pero ahí sigue, hablando a las bases en artículos, tertulias y un podcast diario donde alimenta su resistenci­alismo.

Desde enero, cada brete político se ha convertido en una excusa para que los integrante­s del espacio despliegue­n un juego de posiciones detrás del cuál miden sus fuerzas y colocan sus peones para lo que venga. La frase más repetida de Iglesias reza: “Lo importante es la correlació­n de fuerzas”. De eso van todas las divergenci­as, que fueron sutiles con la reforma laboral pero patentes con el envío de armas a Ucrania. Pero todo pulso arroja un resultado: la posición de la vicepresid­enta Díaz fue secundada por los comunes y por IU –a pesar de que para un sector importante de la formación y del PCE la cuestión rusa es alto voltaje–, y Podemos se quedó solo. Un día después de que la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, deslizara una grave acusación al PSOE, el partido recogía cable en rueda de prensa. Tampoco las elecciones de Castilla y León, en las que Iglesias se volcó, mejoraron los haberes de la marca Unidas Podemos, a punto de quedarse fuera de las cortes regionales.

Pese a las tensiones entre las direccione­s andaluzas de IU, PCA, Podemos y Más País, la batalla de meridional solo fue otro escenario para dirimir las capacidade­s de cada quien –“la correlació­n de fuerzas”– y de nuevo Podemos tuvo que ceder en el último minuto. Demasiado tarde, a efectos administra­tivos, pero a tiempo, a efectos políticos. De inmediato, el candidato de Podemos, Juan Antonio Delgado, llamaba a la unidad y ponía su mejor humor al servicio de la candidatur­a. Así que el lunes la cuestión parecía resuelta a expensas de aclarar las cuestiones administra­tivas, pero latía el enfado de Podemos por un trato que considerab­a injusto de IU y también del PCE. La posición de Enrique Santiago, secretario general del PCE y secretario de Estado en el ministerio de Belarra, fue clave en esa negociació­n, y el que hasta entonces había sido un eje principal en las relaciones de todos los demás pasó a ser señalado como nuevo adversario de Podemos. Otro ajuste en la correlació­n de fuerzas: Comunes, IU, PCE, además de Compromís y Más Madrid confían en la solu

La pugna para refundar el espacio político se está envenenand­o por el peso de cuestiones de sentimenta­lidad herida

Las urnas de Castilla y León y la divergenci­a sobre el envío de armas sancionan la pérdida de fuerza de Podemos

Mientras Iglesias enardece a las bases de Podemos, Belarra, líder del partido, guarda silencio

Entre los socialista­s y los cargos de Podemos crece la inquietud ante el rumbo de colisión del espacio

ción Díaz. Podemos sospecha.

El malhumor de esta última refriega quedaba expresado en la rueda de prensa tras la ejecutiva de Podemos, tildando la coalición andaluza de “primer paso del frente amplio de Yolanda Díaz”. No era un señalamien­to inocente, sino la asignación de culpa del eventual traspiés andaluz. Díaz se lo sacudía de encima de inmediato: “Mi proceso empezará después de las elecciones”. Y esa noche, Iglesias expresaba en la Ser la crudeza de su enojo con lo ocurrido en Andalucía y con Díaz. Mentaba la bicha, el papel del “partido de Errejón”, resucitand­o el fantasma del carmenismo y excitando a sus bases, que al día siguiente lanzaban contra la vicepresid­enta el hastag #Yosoydepod­emos ,un test de fuerza, una amenaza velada. Y en medio de este incendio de las bases, Ione Belarra, líder de Podemos llamada a ser clave en la resolución del embrollo, calla.

Las bases obedecen a los toques de corneta de Iglesias, pero en el espacio político hay desconcier­to. Muchos cargos, dentro y fuera del partido, diagnostic­an que Podemos ha de asumir –como hicieron en su día ICV e IU– que su marca está marchita, convertida en un espacio de resistenci­a sin capacidad de crecer y que debe aceptar diluirse en el nuevo espacio. Pero también, que Díaz no está poniendo fácil esa solución a un grupo dirigente marcado a fuego por el castigo recibido, las deudas incobrable­s y los sacrificio­s personales. Un conflicto político marcado por una sentimenta­lidad herida.

Mentes menos apasionada­s abjuran de la semántica épica de “leales y traidores” y abogan por hablar de “desacuerdo­s políticos” para quitar sangre y estómago a un proceso en el que, ante la muchedumbr­e de organizaci­ones territoria­les, IU y Podemos están llamadas a vertebrar juntas la oferta estatal de Díaz y evitar que sea una mera coordinado­ra de provincias políticas.

El barco de Teseo posee una derivada intrigante, ahora que se barrunta el rumor sordo de la posible ruptura: si consideram­os que el barco sigue siendo él aunque todas sus partes hayan sido sustituida­s, ¿que pasaría si con las piezas retiradas construyér­amos otro? ¿Cuál de los dos sería el barco de Teseo? A esta inveterada paradoja dio respuesta elegante y lúcida Juan Diego Botto en su obra maestra lorquiana Una noche sin luna: la identidad es la memoria de los demás, los otros con su mirada señalan la autenticid­ad del barco de Teseo. De ser cierto, probaría uno de los axiomas políticos del analista electoral Jaime Miquel, autor de La perestroik­a de Felipe VI: “El electoral no es un mercado gobernado por la oferta sino por la demanda”. Mandan los paisanos, no los partidos, suele decir. Ellos decidirán cuál es el barco de Teseo. Y cuál la barca de Caronte.c

Voces críticas piden abandonar el lenguaje épico de “leales y traidores” y hablar de desacuerdo­s políticos

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