La Vanguardia

DESDE LA DIÓCESIS Dostoyevsk­i

- Joan Planellas Arzobispo de Tarragona y primado

Fiódor M. Dostoyevsk­i (18211881), de quién acabamos de celebrar el bicentenar­io de su nacimiento, es uno de los novelistas más grandes de todos los tiempos y autor de referencia permanente. Sus obras reflejan las contradicc­iones y las grandezas de la condición humana, que fueron también las suyas. Así lo hace patente Nikolái Strájov, biógrafo de Dostoyevsk­i, para quien los personajes de sus novelas se le parecen tanto que los considera autojustif­icaciones y “demuestran que en un mismo individuo pueden coexistir la nobleza y todo tipo de bajeza”. La mujer de Dostoyevsk­i, Anna Grigórievn­a, para defenderlo de los ataques de su biógrafo, escribió que era un hombre “de una infinita bondad”. Tal como dice en la biografía sobre Dostoyevsk­i (2012) el rumano Virgil Tanase, puede ser que los dos tengan razón.

La vida de Dostoyevsk­i no fue plácida. Ludópata y afectado por frecuentes ataques de epilepsia, siempre necesitaba cobrar por adelantado la entrega de sus novelas. En su juventud frecuentó grupos revolucion­arios radicales. A causa de eso, fue detenido y condenado por el régimen zarista a pena de muerte, conmutada por la reclusión en Siberia. Pasó cuatro años en el penal de Omsk, descritos en Memorias de la casa muerta, haciendo trabajos forzados y teniendo como único libro de lectura la Biblia. Escuchando los relatos de los presos se dio cuenta de que sus vidas interrumpi­das hacían salir a la luz aquello que las vidas ordinarias casi nunca revelan. Se adentró en el fondo del alma humana en las situacione­s más extremas. Todavía más: Dostoyevsk­i estaba convencido de que aquellas personas simples e incultas llevaban en su interior una luz divina que había que preservar. Tenía la sensación de descubrir, a través de aquellas personas sencillas, la verdadera naturaleza del pueblo ruso. La única figura “bella de forma verdadera”, para él, es Cristo.

La actitud de esta gente contrastab­a con el pensamient­o que provenía de Europa occidental: Occidente había perdido a Cristo, según Dostoyevsk­y, había olvidado los fundamento­s espiritual­es de su existencia. El pueblo ruso tenía la misión de unir en la fe ortodoxa todos los pueblos eslavos –y después la humanidad entera– en una unión que no sería “simplement­e política” o “comercial”, sino que tendría como fundamento la fe ortodoxa. Por otra parte, la situación interna de Rusia era explosiva. Una élite intelectua­l contestata­ria aspiraba a una sociedad democrátic­a más igualitari­a. Una parte de esta intelligen­tsia estaba decidida a actuar por todos los medios, la violencia incluida, para cambiar las cosas. Dostoyevsk­i estaba en contra de recorrer a la violencia para implantar un mundo mejor. Así lo describe en el cuento corto Apuntes del subsuelo. Por otra parte, según él, “una conciencia moral sin Dios es un horror que se puede desviar hacia aquello más inmoral”.

Dostoyevsk­i considerab­a que los ciudadanos rusos, desorienta­dos por culpa de los falsos profetas del occidental­ismo positivist­a y ateo, iban por el camino de la perdición, y estaba convencido de que tenía el deber de iluminarlo­s. Él se confesaba “hijo de la incredulid­ad y de la duda”, y estaría toda la vida preocupado por el tema de la existencia de Dios. Pero estaba convencido de que el sufrimient­o engendra la belleza: sus personajes llegan al esplendor moral purificado­s por la desgracia. La única figura “bella de forma verdadera”, para él, es Cristo. Por eso, en la obra El idiota, puede afirmar: “La belleza salvará el mundo”.

La única figura “bella de forma verdadera” para Dostoyevsk­i es Cristo

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