La Vanguardia

Loquillo: abierto 24 horas

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Como en los personajes literarios que permanecen, Loquillo sobrevive en nuestro imaginario con el mismo chasis de siempre y cada dos años, parecida invitación de boda. También, como aquellos personajes librescos, nadie conoce muy bien quién es, como artista, alienígena o estrella de rock. No cambia de peluquero ni de sastre, al parecer tampoco de amigos aunque sí y más a menudo de músicos con el objeto de tener un directo impecable, ideal para callar bocas y hacer giras.

Lo suyo no es solo ambición o competitiv­idad, que la hay y mucha, sino algo profundo, tribal y barcelonés que, casi con toda seguridad, ni él sabe qué es. La paradoja, el misterio, la fábula mil veces contada hace que Loquillo esté, permanezca y reine sin que nadie sepa muy bien decir por qué, ni qué le lleva a hacerlo con tanto ruido y furia ni hasta cuándo le apetecerá hacerlo. Si es mérito o demérito de él o mérito o demérito del país del que es estrella, referente, agujero negro y saco de golpes, es conversaci­ón de bar sin final posible. Es esa opacidad de estrella lo que lo ha hecho indestruct­ible. Es su no querer saber de qué huye o qué busca – sus canciones son himnos del personaje, nunca de la persona–. No ofrecernos las claves, las debilidade­s tras la chulería y la grandeza, la generosida­d y su ambigüedad, lo que ha hecho que aún no lo hayamos descuartiz­ado.

Todos los artistas, una vez consiguen el éxito, parecen necesitar destruir el engaño, mostrar las cartas y sus trucos de mago para que, a partir de ese momento, se le odie o quiera por lo que consideran genuino tras la máscara quitada. Suele suceder entonces que el público huele sangre y, más tarde o temprano, ataca y mata. El artista, entonces, ha de optar por recluirse o partirse la cara el resto de su vida con enemigos pequeños, tercos y revanchist­as. En el caso de nuestro hombre, la máscara es su jeta y viceversa. A Loquillo no le pillaras nunca no siendo Loquillo. Hay un José María Sanz familiar pero más allá de la tribu es Loco para los amigos y Loquillo para la audiencia y detractore­s. Loquillo es siempre Loquillo porque el escenario es lo único real para él. Es estrella como lo puede ser Dean Martin (¿qué había detrás de Dino?) o Lola Flores (¿Irse?), ídolos a los que se adoraba sin que supieran cantar, bailar y actuar especialme­nte bien, pero cuya presencia magnética, talento asilvestra­do y capacidad de no estar donde se le esperaba, los hacía tan irresistib­lemente cool.

Loquillo, nuestro marciano favorito, ha conseguido sobrevivir 43 años de palestra por razones artísticas y de inteligenc­ia competitiv­a, pero también por otras, menos obvias, que son claves para la mutación del larguiruch­o rocker del Taboo a Rockero de Guardia de este dichoso país. También sus dos metros de chupa de cuero con amigos poco edificante­s si quieres montar una plataforma cívica de motocross. Seamos sinceros: Loquillo con 1.60 metros de talla no nos hubiera llegado ni a La Mafia del Baile (1983).

Del mismo modo que los Stray Cats ocuparon la cuota rocker al punk, Loquillo, Carlos Segarra y unos cuantos tupés exigieron su lugar en la matanza de cantautore­s pesados y hippies layetanos, y el advenimien­to del “hazlo tú mismo”. Eran jóvenes, descarados, más fans que músicos. Estuvo Loco en el momento y el sitio adecuado. Nunca pretendió ser más sofisticad­o que nadie, ni buscar frotar el lomo en los pantalones de la pijería. Ycon ello obtuvo la inmortalid­ad en el santoral adecuado: el de la clase obrera. Desde hace décadas, no han dejado de escucharse canciones suyas en los barrios populares de este país. Es de los suyos. No de los profesores progres y elitistas de Podemos sino del tipo que puede ser a la vez español, del Barça, anarquista, republican­o, déspota ilustrado, barcelonés, empresario, facha, libertario, afrancesad­o y currele. Cosas del barrio. Iglesia Maradona. Código Pijoaparte. No somos Rosendo. Tampoco Lluís Llach. Somos Barcelona Ciudad.

Pero ese tipo feo, fuerte y formal, no sería nada sin su sincera e insobornab­le defensa del oficio de músico. Tanto en sus directos como en quién te va a suministra­r el material. El ego de Loco puede ser enorme pero nunca ha cometido el error habitual de creerse compositor, arreglista o productor. Es un generador de energías, recompensa­s, celos y competición. Y, si es necesario, un caníbal. El jefe reparte trabajo, da titulares y nunca abandona ni el arte ni el negocio. Y tampoco se pregunta si es feliz o está solo, o que opinará José María Sanz de Loquillo. En vez de eso, acaba una novela, edita un disco, se va de gira y presenta la biografía que le ha hecho el periodista Felipe Cabrerizo.c

“No somos Rosendo. Tampoco Lluís Llach. Somos Barcelona Ciudad”

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JAUME DE LAIGUANA Loquillo, en una imagen promociona­l
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