La Vanguardia

Pegasus y los liberales

- Javier Melero

No me negarán que, a pesar de la inaudita capacidad de resistenci­a del señor Sánchez, en los últimos tiempos el Gobierno parece uno de aquellos tipos que van al dentista y salen con la cabeza vendada. Por si no tuviera bastante con sus cuitas electorale­s, su escaso brío en los sondeos y una situación económica entre tenebrosa y siniestra, ahora le estalla en las manos ese chusco asunto del espionaje sin siquiera (a las fechas me remito) tener el consuelo de podérselo atribuir al señor Rajoy, un comodín más que quemado a estas alturas.

Un asunto, por cierto, en el que se da la risible paradoja de que Sánchez se muestre avergonzad­o de haber espiado y orgulloso de que le espíen, cuando en un país medianamen­te serio sus sentimient­os deberían ser justo los contrarios: solo se habría espiado por razones perfectame­nte justificab­les y se habría sido espiado por lamentable­s brechas de seguridad.

Afortunada­mente para Sánchez, no hay nada que caduque tan deprisa como el interés por los asuntos graves y urgentes. A los hechos me remito: de la covid ya no hay quien hable, el señor Casado parece tan remoto como los reyes godos y la gente planifica sus viajes de vacaciones como si la guerra de Ucrania se estuviera librando en Alfa Centauri.

Obviamente, son muchas las cosas que ignoro sobre el uso dado a ese famoso sistema Pegasus, aunque, visto el contexto general de la historia, no creo pecar de temeridad si aventuro que alguien ha metido la pata. Y no porque un gobierno extranjero haya espiado al presidente y sus ministros: esos fallos de inteligenc­ia se producen en todas partes. Basta con pensar que la CIA ni se olió que Irak no tenía armas de destrucció­n masiva (si se lo olió, la cosa resulta bastante peor), ni el 11-S, ni la invasión rusa de Crimea para ver por dónde van los tiros en esta materia.

La metedura de pata será cosa más bien de quienes llegaron a creer que era una idea excelente curiosear a determinad­os adversario­s políticos. Es lo que ocurre cuando se confunde la seguridad nacional con fenómenos de disidencia política más o menos masivos; o cuando se cree que la razón de Estado pasa por encima de los principios liberales y, además, se sazona el error con elevadas dosis de torpeza.

Es cierto que se me podría recriminar que saque este tipo de conclusion­es sin esperar la desclasifi­cación de documentos secretos o el resultado final de las investigac­iones judiciales, pero, como decía alguien, si vas por un vallado y ves asomar dos largas y puntiaguda­s orejas y oyes un rebuzno, no hace falta que saltes la tapia para saber que detrás hay un burro.

Fíjense si no en lo que hace a los independen­tistas catalanes –esas gentes sombrías bregadas en la manipulaci­ón de niños de corta edad (no muy exitosa, vistos los resultados de Vox en Catalunya) y la recluta de ancianas para enfrentarl­as a la policía–, de los que parece que unos fueron espiados con orden judicial y otros sin ella, lo que dice bastante sobre el despropósi­to al que asistimos.

Recuerden que en toda la causa del procés ningún tribunal precisó intercepta­r las comunicaci­ones de los políticos investigad­os. Segurament­e porque todo lo que hacían estaba más que documentad­o en los diarios oficiales y en declaracio­nes ante los medios de comunicaci­ón, que si pecaban de algo no era de secretismo, sino más bien de un exhibicion­ismo apabullant­e. Y eso que hablamos de lo que algunos han definido como el mayor reto desde el inicio de la democracia. Deben de ser los mismos que piensan que un golpe militar y el terrorismo asesino de ETA eran pequeñas travesuras. Sin embargo, aun ante esa evidencia, son pocas las voces de fuera del independen­tismo que cuestionan un cambio de criterio (judicial, por lo visto) que parece legitimar la intolerabl­e injerencia que suponen esas escuchas.

No es de extrañar. Los liberales –los que creen que “la defensa de la libertad tiene que ser dogmática, sin concesión alguna al oportunism­o, aun cuando no sea posible demostrar que, al margen de los efectos positivos, su infracción pueda comportar algunas consecuenc­ias perjudicia­les”– brillan por su ausencia en nuestro país. Y la frase no es del señor Rufián, sino de Von Hayek.

Porque quienes se definen como liberales en España son de los que lo fían todo a las bajadas de impuestos o abogan por una intervenci­ón mínima del Estado salvo cuando se trata de combatir a los oponentes ideológico­s o los derechos de las mujeres embarazada­s. Y así nos va.c

Pocas voces cuestionan un cambio de criterio que parece legitimar la injerencia de las escuchas

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UTRAS MALUKAS / AFP
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