La Vanguardia

Europa, Europa

- Marta Rebón

Aunque pasen los años, hay profesores que no se olvidan. Tal vez fuera por su personalid­ad, porque nos descubrió algo en concreto o porque nos escuchaba con sincero interés cuando tomábamos la palabra; a veces por un detalle, como una frase que era como una marca propia. Francisco Fernández Buey, profesor de Ética y Filosofía Política en la Universita­t Pompeu Fabra, iniciaba sus explicacio­nes con la pregunta: “¿De qué hablamos cuando hablamos de…?”, antes de abordar conceptos como libertad, justicia o verdad en Arendt, Benjamin, Gramsci o Weil. Aquel íncipit alentaba a no dar nada por sentado en esos términos tan gastados por el uso, a dudar por norma de si hablábamos con propiedad o, al dialogar, a evitar un fracaso frecuente: creer que nos referimos a lo mismo por el mero hecho de usar las mismas palabras. La situación de Ucrania me ha devuelto a ese arranque de las conferenci­as de Fernández

Buey. Por ejemplo, al leer títulos recientes sobre los derroteros de la Unión Soviética antes de su disolución, como en el de Vladislav Zubok (Collapse: The fall of the Soviet Union), donde encontré una réplica de Alexánder Yákovlev a George Bush: reunidos en la Casa Blanca para debatir sobre una Ucrania independie­nte tras el referéndum de 1991, el primero, uno de los impulsores de la glasnost, le dijo al presidente estadounid­ense que en Rusia había, “por desgracia, mil interpreta­ciones distintas para la palabra independen­cia”.

Tanto el libro de Zubok como el de Mary E. Sarotte (Not one inch) o Kristina Spohr (Post Wall, Post Square) se abstienen de reducir la causa de la Europa post-crimea a la supuesta promesa incumplida de no ampliar la OTAN hacia el Este, cuando no está recogida en ningún acuerdo y se hizo en circunstan­cias que al cabo de poco cambiaron radicalmen­te. ¿Fue temeraria la ampliación de la OTAN? Depende de a quién se le pregunte. En un diálogo con Alexéi Navalni publicado en formato libro, Opposing forces, Adam Michnik recuerda que Mijaíl Gorbachov le dijo al presidente polaco que la pertenenci­a de su país a la OTAN era un error. Acto seguido, Alexander Kwasniewsk­i le preguntó cuál era su opinión de Yeltsin. Gorbachov se refirió a su sucesor como un “tonto y borracho”. Cómo no entrar en la OTAN, le espetó Kwasniewsk­i, si todo un arsenal nuclear estaba en manos de un presidente así. Si Rusia fuera una auténtica democracia, añadió Michnik, no se sentiría amenazada. Con Yeltsin, además, apunta Spohr, “la democracia nació muerta”, pues “la corrupción se desbordó y el Estado de derecho nunca arraigó”. Aquello fue una tormenta perfecta con capitanes al mando improvisan­do decisiones a oscuras. Las cuestiones sobre Rusia, tan renuente a ceder un ápice de su soberanía y celosa con su identidad y estatus, no se habrían resuelto “ni con la diplomacia más delicada”. ¿Contentar a Rusia o devolver la dignidad a sus rehenes, esa zona gris llamada Europa del Este? Para algunos, el dilema persiste.

¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa? De nuevo esa pregunta con tantas respuestas como interlocut­ores. Ojalá fuera tan fácil como trazar un signo igual en matemática­s. Respuestas, además, fugaces, pues no tardan en dejar de ser válidas. Europa como rompecabez­as maldito, como proyección bienintenc­ionada, abismo y paraíso en un mismo espacio, solución y problema, modelo y contraejem­plo. “Europa era el refugio de nuestro infierno doméstico”, le contó Michnik al hoy encarcelad­o Navalni, la alternativ­a a la censura, la represión y el fraude que viven hoy Bielorrusi­a o Kazajistán, los “buenos vecinos” de Rusia. ¿De qué hablamos cuando hablamos de Europa del Este? Todavía de una terra incognita, tres décadas después de descorrer el telón de acero. En lugar de escucharla y (re)conocerla entonces, lo que sedujo de ella a Occidente, como apunta Iván de la Nuez en su reciente La larga marca, fue su experienci­a convertida, de manera superficia­l y exótica, en estética nostálgica.

El zarpazo de Moscú ha provocado, entre otras cosas, que de la “otra Europa” nos lleguen hoy voces claras y seguras como alternativ­a a la retórica de la grandeur de los viejos imperios que solo se reconocen entre sí. A la determinac­ión de Kaja Kallas o Kiril Petkov se han unido Sanna Marin y Magdalena Andersson. “Nos conocemos a nosotros mismos en la medida en que nos ponen a prueba”, dicen unos versos de Wisława Szymborska. Allá donde vayas (escribo esto desde Cracovia) consulta a sus poetas, me dijo otro profesor.

De la “otra Europa” nos llegan voces claras como alternativ­a a la retórica de la ‘grandeur’ de los imperios

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MATS KALNINS / REUTERS
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