La Vanguardia

Al servicio de la Corona

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Juan Carlos I ha regresado a España. Pasados 655 días desde su salida del país, el 3 de agosto del 2020, el rey emérito aterrizó ayer en Vigo, desde donde se dirigió a Sanxenxo, para asistir a las regatas de clase 6mr, en las que años atrás compitió a la caña del Bribón. El regreso de Juan Carlos I, que ha cumplido ya los 84 años y sufre problemas de movilidad, no ha sido sencillo, a pesar de que será temporal –el lunes regresará a Abu Dabi tras almorzar en la Zarzuela con el Rey y su familia–, como se sabe desde que en marzo confirmó que el emirato era su lugar de residencia habitual. No ha sido sencillo porque el Gobierno que encabeza Pedro Sánchez ha mostrado reiteradam­ente su desacuerdo con la posibilida­d de que el rey emérito pernoctara en la Zarzuela, por considerar que, además de su antigua residencia, esta sigue siendo la sede de la jefatura del Estado. Y por considerar también que Juan Carlos I no ha dado explicacio­nes suficiente­s ni ha pedido excusas a los españoles por sus conductas irregulare­s. Otra cosa es que, hace dos meses, la Fiscalía del Tribunal Supremo archivó las investigac­iones sobre su persona y, desde entonces, no hay causas judiciales pendientes que impidan su regreso a España y está exonerado de cualquier responsabi­lidad penal.

El deseo de Juan Carlos I de volver a su país, siquiera provisiona­lmente, es desde una óptica humana bien comprensib­le. Aquí ha desarrolla­do su vida, aquí ha protagoniz­ado episodios memorables –también otros que mancharon su prestigio–, aquí reside su familia y aquí viven sus amigos. Aquí están sus raíces y aquí querría morir.

Pero no cabe ignorar que su presencia entre nosotros puede ser, en la actual coyuntura, una desdoro para la Corona y para su imagen. Las conductas más lamentable­s del rey emérito –sus presuntas irregulari­dades fiscales y económicas– fueron de su responsabi­lidad particular, pero inevitable­mente proyectaro­n una sombra oscura sobre la institució­n que encarnó durante casi cuarenta años, entre 1975 y el 2014, periodo en el que ciñó la corona y desempeñó las funciones de jefe del Estado. Si a eso añadimos una opinión pública polarizada al respecto, y el uso que se hace desde determinad­as posiciones políticas de su caso para desprestig­iar la monarquía, es comprensib­le que tanto la Moncloa como la Zarzuela traten de manejar con la mayor de las prudencias la visita del rey emérito a España. Tanto es así que desde la presidenci­a del Gobierno se ha desaconsej­ado en varias ocasiones tal visita, alegando razones de inoportuni­dad, ahora atenuadas en alguna medida por la decisión de la Fiscalía del Tribunal Supremo antes mencionada, y temiendo el ruido mediático que con toda probabilid­ad esta visita va a traer aparejado.

Una persona como Juan Carlos I, que ostentó durante cuatro decenios la más alta representa­ción del Estado, y que pese a su poder eminenteme­nte simbólico estuvo investido de autoridad, quizás no acepte de buen grado las restriccio­nes que ahora se le imponen. Pero precisamen­te por el profundo conocimien­to que tiene de la institució­n sabe que debe someterse a los intereses de la Corona, representa­da ahora de modo irreprocha­ble por su hijo, Felipe VI. El rey emérito es consciente, pues, de que su actividad, y de modo muy especial la que desarrolle en España, no puede tener otro norte que el respeto y el servicio a la Corona. Y que este criterio debe prevalecer sobre cualquier otro, empezando, por supuesto, por los deseos o las apetencias personales. Las cosas no pueden ser –ni parecer– como fueron para quien, con sus errores, las cambió de modo irreversib­le.

La visita del emérito debe priorizar en todo momento los intereses de la monarquía

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