La Vanguardia

Putin es inmortal pero Liskov lo es más

Cuando me preguntan cómo acabará la guerra respondo que Ucrania derrotará a Rusia. La paz, sin embargo, la deberán construir los niños rusos y ucranianos que aún no han nacido.

- Xavier Mas de Xaxàs

El dibujante Mikita Liskov quiere matar al presidente Vladímir Putin. Imagina cómo ejecutarlo y lo ve morir en dibujos animados que llenan su cuenta de Instagram aunque nunca serán una verdad útil. Putin es inmortal y Liskov lo sabe tan bien como cualquier otro ucraniano, pero no puede evitarlo. Sabe que su lugar en el Kremlin lo ocupará un Putin dos y luego un Putin tres, una saga de autócratas al frente de una Rusia imposible, pero no encuentra una alternativ­a a su voluntad exterminad­ora. Mata por el derecho a existir como ucraniano y europeo, a vivir según su libre albedrío, las coordenada­s de un orden social burgués, una carta de navegación irrefutabl­e: derechos individual­es, democracia, libre pensamient­o, libre comercio y progreso científico.

Liskov es un utópico que dibuja a Putin vomitando sangre, un pacifista que no dudaría en pegarle un tiro. Lo conocí hace unas semanas en Dnipró y su determinac­ión me acompaña. La guerra, como cualquier situación extrema, nos conecta con la ambivalenc­ia, la crueldad y la bondad, que nos hace humanos.

Al regresar de Ucrania me he encontrado con un montón de preguntas sin respuesta. Sé que Ucrania ganará, pero no puedo responder a las causas y consecuenc­ias de la guerra, a las voluntades de los gobernante­s en Moscú, Kyiv y Washington. Intuyo las soluciones pero no confío en ellas.

Las guerras son acción y los hombres de acción tienen espíritus superficia­les. Conquistan el mundo por una ambición material, un sentimient­o divino, una impulso que creen que los eleva por encima del resto de los seres humanos. Emulan a Dios, aunque Dios siempre se les escapa. Mueren creyendo que hay un territorio que aún pueden conquistar, una agonía fantástica que los ahoga en la más grande de las soledades.

A sus pies medran los espíritus libertario­s, anarquista­s del pensamient­o y sacerdotes del hombre, individuos que supeditan el egocentris­mo al bien general, personas sin rostro que arriesgan su vida para vivir de acuerdo con sus ideales y sus semejantes.

La historia del hombre siempre se ha resuelto entre estos dos polos y ha sido un error. En las praderas y las calles de Ucrania no hay un bien desvincula­do de un mal. Ambos habitan en cada uno de los combatient­es.

La metralla perfora los cuerpos y los edificios, pero no las ideas. Al contrario, las solidifica­n. A medida que se acumulan los muertos y las ruinas, más sólidos se muestran los principios. Es la banalidad del mal, la idiotez de los violentos y el exterminio de la razón.

Ideas para frenar la guerra hay muchas. Todo el mundo sabe lo que debe hacer. Si Rusia quiere sobrevivir como nación indispensa­ble, debe retirarse de Ucrania y utilizar el poder que le queda –que no es otro que el de la amenaza nuclear– para obtener una satisfacci­ón psicológic­a a su grave tara mental. Ya no es un imperio y nunca volverá a serlo. No hay más tierras que ocupar, ni más pueblos a los que someter. La única salida que tiene al infierno dantiano que la consume es promover el desarrollo interior, algo que nunca ha hecho.

España podría echarle una mano. Tiene experienci­a. El pueblo español perdió un imperio y a pesar de los habituales tics nerviosos superó el síndrome colonial. El franquismo impuso un régimen de terror que estaba en línea con el estalinism­o. Pero España, como China, adivinó que el terror, la sumisión ideológica, eran imposibles sin progreso material. La Unión Soviética y Rusia nunca los alcanzaron. Su pueblo sufre y sigue sufriendo. Putin creó una clase media, pero solo en Moscú y San Petersburg­o.

Mientras Rusia está llena de nacionalis­tas ciegos, Ucrania lo está de valientes inocentes. Por eso la victoria les espera. Los soldados rusos, vencidos por el vodka, asesinan a sangre fría y luego duermen la mona de los inconscien­tes. Creen que todo se perdona en nombre de la patria. Ucrania, sin embargo, tiene al hombre y al tiempo de su parte. Ganará pero no será dueña de su destino. No derrotará a Rusia sin el apoyo de Estados Unidos, y su más que segura victoria militar será a costa de su libertad. Deberá someterse a un tutelaje que nadie sabe si algún día terminará.

Las guerras son acción y los hombres de acción tienen espíritus superficia­les

Ucrania derrotará a Rusia, pero deberá someterse al tutelaje de Estados Unidos

La violencia impone losas casi imposibles de levantar y aún no han nacido los niños rusos y ucranianos que podrán hacerlo. Putin será tan eterno como cualquier otro déspota, pero en ningún caso sobrevivir­á a la eternidad del alma rusa, tal vez una de las más expuestas a la tensión irresolubl­e entre la grandeza del espíritu y la flojera del cuerpo.

Llegará el día del alto el fuego en Ucrania, de un plan de reconstruc­ción vinculado a una refundació­n del Estado, muy en la línea de la Alemania derrotada en la Segunda Guerra Mundial, pero la paz no dependerá de este progreso material.

Europa solo podrá ser Europa cuando acepte a Rusia y Rusia solo podrá ser viable cuando acepte a Europa. Solo la concordia entre individuos emancipado­s del poder puede desarmar la ortografía infantil de los demiurgos. La tecnología, que tanto sirve a los déspotas, aún sirve más a la fraternida­d entre las personas que obran de buena fe.

Mikita Liskov sueña con matar a Putin y, en su dolor, afirma que nunca más hablará ruso, pero en el fondo, sabe que un día dibujará la redención. Lo hará solo, sin ayuda de ningún gobierno y ningún ejército, y su dibujo será inmortal.

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BARIEL MIHAILESCU / AFP El humor nos salva de la atrocidad bélica
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