La Vanguardia

De Jordi Pujol a Juan Carlos I

- Joaquín Luna

Quieras o no, cuando veo a Juan Carlos I o Jordi Pujol, veo pasar mi juventud y la de aquella España gris que se enfrentaba a un reto colosal: transforma­r el franquismo –a diferencia de Hitler o Mussolini, Franco había ganado la guerra– en un sistema democrátic­o que permitiese viajar por el mundo sin una maleta cargada de complejos. Y, de paso, dejar de vivir a garrotazos.

Todos sabemos el final del cuento: los dos personajes han sido sus más eficaces detractore­s. Y están purgando sus errores. ¿Vidas paralelas? Algo hay. Y convergent­es: aquella noche del 23-F de 1981 que certificó el final del poder militar, con su secular capacidad de amedrentar al pueblo.

¿Tienen derecho a llevar una vida normal? Naturalmen­te. El problema es que son los punching

balls de sectores políticos y sociales que de haber afrontado la transición hubiesen naufragado, a la vista de su alarmante déficit del sentido de Estado. Hay mucho postureo entre tanto indignado...

En contra de la unanimidad internacio­nal sobre el éxito de la transición, los mismos que se ponen exquisitos ahora para desprestig­iar el régimen del 78 –algunos con argumentos muy pobres: equiparan una monarquía constituci­onal a un cortijo familiar o a un anacronism­o antidemocr­ático, como bien vemos en Suecia, Bélgica, Gran Bretaña o Japón–utilizan a Juan Carlos I ya Pujol– de edades avanzadas– para sus estrategia­s electorale­s, cainitas, por cierto.

No veo la utilidad de someter a Juan Car lo sI a una humillante confesión pública o a una sesión maoísta de reeducació­n, como tampoco las exige la vida plácida de Jordi Pujol en Barcelona. ¿Acaso no abdicó en su día? ¿Somos los periodista­s, cada vez menos independie­ntes, los jueces modélicos de la nueva España? ¿Tan ideal es nuestro presente para derrochar energías sobre dos jubilados que mejoraron España?

Me carga, lo admito, esa hipocresía de quienes son capaces de atizar a uno y exonerar al otro. Además, hablemos claro, gozan de un afecto popular –en la intimidad, eso sí– que puede ser inexplicab­le pero es genuino. Hoy, como en 1978: mirar adelante.c

No acabo de ver la necesidad de que Juan Carlos I haga una sesión maoísta de reeducació­n

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