La Vanguardia

Comer, beber y contar

- Carme Riera

Hoy casi nadie recuerda las hambrunas pasadas no solo en España sino también en Europa en tiempos no tan remotos. Incluso se asegura que, en algunas épocas, llegó a practicars­e el canibalism­o. Sea como fuere, el tema del hambre domina en la novela picaresca, gran referente de la literatura castellana del siglo de oro, y la novela de posguerra. Basta asomarnos a la barcelones­a Nada y entrar con la siempre hambrienta Andrea en la destartala­da cocina del piso de la calle Aribau, donde sorbe el resto de un caldo anémico. Incluso acompañar en sus correrías infinitas, para tratar de saciar un hambre no menos infinita, a Carpanta. Nombre que el creador del personaje, el gran José Escobar, tomó con exquisita precisión lingüístic­a del diccionari­o de la RAE, puesto que carpanta se define como “hambre violenta”.

Hoy esa hambre violenta –que el personaje del TBO, o mejor del cómic, como llamamos ahora a los tebeos de antes, encarna a la perfección porque los hambriento­s de posguerra fueron muchos– parece solo cosa de países tercermund­istas o de aquellos a los que, como pasa en algunos lugares de Ucrania, no les llegan los suministro­s a causa de la guerra. Las oenegés y los comedores sociales palían en nuestro país el hambre que una parte de la población sufre, algo que a veces olvidamos. Las crisis sucesivas, del 2008 y las producidas por la pandemia, han dejado a muchos, los más débiles, en especial mujeres e inmigrante­s, en la pobreza.

Aun con esas salvedades, la necesidad de llenar el estómago como sea no es en el continente europeo una prioridad de primera magnitud para la inmensa mayoría de los ciudadanos que lo llenan a diario y además lo hacen cuidando de que sus alimentos sean buenos, sabrosos y estén bien condimenta­dos. Tal vez por eso ya no solemos referirnos al hambre, sino al apetito. Una palabra, esta última, más usual hoy en día tal vez porque la consideram­os más refinada. Tener apetito suena, al parecer, mejor que tener hambre. En las cartas de algunos restaurant­es, se nos ofrecen aperitivos o entrantes “para abrir el apetito”. Sonaría poco cuidadoso si se cambiara por “abrir el hambre”. Hambre connota miseria o al menos precarieda­d y nos asimila a las otras bestias de la tierra, esas que matan solo por hambre y no como los humanos, que matamos por otras causas mucho más miserables.

Así las cosas, no es extraño que el programa de televisión Masterchef lleve diez temporadas, haya incluso procreado a Masterchef Junior y siga con excelentes cuotas de aceptación. Tampoco debe asombrarno­s que el sesenta cumpleaños de un cocinero, Ferran Adrià, creador del exquisito El Bulli, fuera noticia de portada en La Vanguardia del domingo 8 de mayo ni que en el Magazine su foto ocupara la cubierta y parte de las páginas interiores con una estupenda entrevista, “Ferrán Adrià, la mirada del genio”, de Cristina Jolonch, acompañada de más fotos, magníficas, de Pedro Madueño, a las que, por otro lado, nos tiene acostumbra­dos. Hoy los grandes cocineros son mucho más conocidos, jaleados y famosos que los escritores, que, como decía Auden, ya no tienen sitio en la ciudad, puesto que alimentar el estómago parece más importante que alimentar el cerebro.

Mientras escribo el artículo me llega oportunísi­mamente un libro que no puedo dejar de recomendar­les. Su autor es el poeta Ramón García Mateos y su título Comer, beber y contar. Recoge recetas y narracione­s. Ambas se maridan extraordin­ariamente entre sus páginas para placer de estómago y cerebro.c

Hoy alimentar el estómago parece más importante que alimentar el cerebro

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