La Vanguardia

El genocidio no es cualquier cosa

- John Carlin

La diferencia más notable entre los humanos y los otros animales es que nosotros tenemos palabras. Como bien dijo el Evangelio, en el principio existía la palabra. Al principio de todo, en la lejana prehistori­a, se usaron para identifica­r plantas y animales. Y luego, se supone, para los inventos, como lanzas para matar mamuts o cuchillos para luego descuartiz­arlos.

Con el tiempo las palabras se extendiero­n a la descripció­n de abstraccio­nes, como los sentimient­os, los insultos o las promesas. Esto nos abrió el camino a la política, a buscar adeptos en una tribu y enemigos en otras. La mala noticia es que nos hizo más bestias que a los demás animales, más proclives a agredir a miembros de nuestra misma especie. Nuestros antepasado­s aprendiero­n a usar las lanzas y los cuchillos con fines criminales.

Una palabra de reciente creación es la que define el crimen más grave de todos, el genocidio. Viene del griego genos (raza o tribu) y del latín caedo (cortar, matar). La acuñó en 1943 un abogado judío polaco llamado Raphael Lemkin para describir lo que hasta entonces había sido “un crimen sin nombre”, el holocausto nazi. Si Lemkin aún estuviera vivo, quizá se arrepentir­ía, tanto se ha abusado de su invento.

En 1948 la ONU definió el genocidio como un acto cometido “con la intención de destruir, de manera total o parcial, un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Podría haber agregado “una clase social” también, como por ejemplo la burguesía o el campesinad­o, pero la

Unión Soviética lo vetó. En cualquier caso, se trata siempre del exterminio –o intento de exterminio– de un colectivo claramente definido, típicament­e en escala masiva, sin distinguir entre un individuo u otro. Los nombres y apellidos son irrelevant­es. El mero hecho de pertenecer al grupo en cuestión te deshumaniz­a, lo que te identifica, a los ojos del agresor, como presa legítima. El genocidio es calculado y sistemátic­o. Es el mal en su máxima expresión. Tan explosiva es la palabra que cuando la usa un político automática­mente es noticia.

Por eso hay que tratarla con respeto. No se trata con respeto. Como nazi o fascista, se usa con estúpida frecuencia, lo que sirve para minimizar el horror que significa y magnificar el odio tribal. Joe Biden fue el último en agregar su nombre a la larga lista de personas que la han utilizado de manera irresponsa­ble.

El mes pasado, el presidente de Estados Unidos dijo que Vladímir Putin era “un dictador que comete genocidio”. No es verdad. La guerra del presidente ruso en Ucrania es muchas cosas, todas malas.

Es innecesari­a, injustific­able, absurda y cruel. Es un crimen gratuito contra la humanidad. Yo calificarí­a a Putin como un asesino en serie, alguien con trastornos mentales que mata por matar. También, ya que toca todas las teclas, como un fascista. Pero su guerra personal no es un intento, aún no, de exterminar a los ucranianos de la faz de la Tierra.

En el último siglo y pico ha habido cuatro casos de genocidio aceptados como tales por la gran mayoría de los historiado­res. El de los nazis; el de los turcos contra los armenios (un millón asesinados por ser armenios, nada más; el de los tutsis por el régimen hutu en Ruanda (otro millón, solo por ser tutsis), y el de Camboya por el régimen maoísta de Pol Pot, dos millones, por pertenecer a la burguesía urbana. Ucrania considera que fue víctima de otro genocidio, a manos soviéticas en 1932 y 1933. Lo llaman el Holodomor, la muerte por hambruna, causada deliberada­mente por Stalin, de entre tres y cinco millones de personas. Si eso no es genocidio es algo muy parecido.

Lo que no se parece a un genocidio pero se ha llamado como tal sería, por ejemplo, el caso de los desapareci­dos en Argentina durante la dictadura militar de 1976 a 1982. Me viene a la mente porque esta semana vi un documental en el que se refiere al general Jorge Videla y sus secuaces como “genocidas”. Se entiende el impulso de dar a los autores de “la guerra sucia” el calificati­vo más fuerte que hay. Pero eso no fue un genocidio. Las víctimas no fueron aniquilada­s a granel. No fueron selecciona­das por ser de origen judío, polaco o italiano, o por ser miembros de la clase media o de la obrera. Los secuestrad­ores sabían el nombre de cada uno de ellos.

También se ha acusado de genocidio a ambos bandos de la guerra civil española; a Estados Unidos por Irak; a Israel y a Irán; a Cuba y a Nicaragua; se ha usado la palabra para describir la esclavitud en las Américas o el apartheid en Sudáfrica. Mandela me dijo una vez que el apartheid había sido “un genocidio moral”, el intento de exterminar la dignidad de toda una gente debido al accidente biológico del color de su piel. Pero tenía la sensatez, el sentido de proporción y el buen gusto de reconocer que no había similitud alguna con el exterminio físico de seis millones de judíos.

Lo más ofensivo al recuerdo de las víctimas de los genocidios de verdad es la frecuencia con la que se trivializa la palabra, por lo que podemos dar las gracias en buena parte a la oportunida­d que nos han dado las redes sociales de dar más voz que nunca a la imbecilida­d humana. Obama es un genocida, gritan; Bill Gates lo es; lo son el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, el brasileño Jair Bolsonaro, el expresiden­te argentino Mauricio Macri. Y así, progresiva­mente más ridículas las acusacione­s, hasta llegar a Pablo Iglesias, acusado por Vox de ser un genocida, y Santiago Abascal, acusado por Podemos de serlo también. En plan infantil: “¡Tú eres un idiota!”. “¡No, tú!”. Se tocó fondo, o eso esperemos, cuando leímos en los medios hace no mucho que independen­tistas catalanes habían acusado al “Estado español” de genocidio, por el amor de Dios…

Los que utilizan la palabra con más entusiasmo últimament­e son los medios rusos. El presidente Zelenski de Ucrania es un genocida, la OTAN es genocida, todo el mundo que esté contra Putin es genocida. Con esa gente no hay remedio. Viven en un mundo al revés; ya que las palabras significan lo que ellos quieren, pierden todo su valor. El abuso de las palabras carcome el cerebro, lo que carcome la democracia. Así que paremos ya, ¿no? Y no solo por razones políticas: irrita un montón que la gente use las palabras mal.c

Lo más ofensivo al recuerdo de las víctimas de los genocidios es la trivializa­ción de la palabra

Según los medios rusos, Zelenski es un genocida, la OTAN es genocida... Con esa gente no hay remedio

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ORIOL MALET
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