La Vanguardia

Cazadores compulsivo­s

- Llàtzer Moix

Cada vez que oigo al presidente Aragonès decir que la cabeza de Paz Esteban (directora del CNI sacrificad­a en el altar del caso Pegasus) no basta “para dar por resuelta la crisis del espionaje” me viene a la memoria –discúlpenm­e– la foto del rey emérito en Botsuana, posando escopeta en ristre junto al elefante recién abatido. ¿Qué tiene que ver un caso con el otro? Poco, si nos ceñimos al propósito de las cacerías y a la identidad de los cazadores y de las presas. Pero bastante más si comparamos el vivo afán de uno y de otro por cobrar nuevos trofeos: ambos se han comportado como cazadores compulsivo­s, aparenteme­nte sin fin.

El emérito, cazador recalcitra­nte –de perdices, leopardos, bisontes, osos… y lo que se pusiera a tiro– creyó en aquel lejano 2012 que tenía bien merecida una escapada cinegético­romántica a África. Y para allá que se fue. Pero la fiesta acabó en traspié y fractura de cadera. Luego vino un traspié de peores consecuenc­ias, mediante el que se precipitó desde lo alto del aprecio popular hasta las simas del reproche colectivo, y luego más abajo, según se fueron desvelando conductas previas censurable­s.

Por su parte, Aragonès está molesto –con razón– por el espionaje que sufrió cuando ocupaba la Generalita­t su antecesor, aquel presidente-hooligan que animaba a los CDR a “apretar”, y está molesto –con más razón si cabe– por el espionaje que sufrió tiempo después, cuando ya desde la presidenci­a de la Generalita­t contribuía decisivame­nte a la investidur­a de Pedro Sánchez.

Dicho esto, cabe afirmar que la imperecede­ra pasión por la caza mayor del rey Juan Carlos tiene ahora un reflejo en Aragonès, a quien imagino con batín, pantuflas y una copa, arrellanad­o en su sillón favorito, contemplan­do su panoplia de trofeos, lamentando la soledad de la testa de Paz Esteban y deseando remediarla. Por ejemplo, acompañánd­ola con la cabeza de la ministra de Defensa. O con la del ministro del Interior. O, ya puestos, con la del director general de la Guardia Civil (tricornio incluido) o la del director de la Policía Nacional. Pudiendo aspirar a esos trofeos, ¿quién se conforma con un urogallo, un ciervo o un león? ¿O con una colección de cabezas de toro bravo?

No quisiera ofender con este comentario a los lectores contrarios a la caza. Pero se hace difícil olvidar que en España la caza es una afición extendida. Antes de la crisis llegaron a expedirse más de un millón de licencias federativa­s. Si ahora hay menos –unas 750.000– no es por falta de ganas de salir a pegar tiros, sino porque los cartuchos no los regalan, y cuando hay que ahorrar caen de la lista de la compra. Aun así, la caza es lo suficiente­mente popular como para que algunas comunidade­s hayan propuesto regalar licencias de caza a menores de catorce años. Así estamos.

Ahora bien, una cosa es cazar y otra es no cansarse de cazar. Dickens definió la caza como “una pasión profundame­nte enraizada en el ser humano”. Pero no dijo que eso nos convirtier­a en cazadores en serie, capaces, con la pieza recién cobrada a los pies, todavía caliente, sangrante, con la mirada vacía, de olvidarla y estar pensando ya en la siguiente. Es a eso a lo que nos remite Aragonès cuando advierte que “se equivoca quien crea que con el cese [de Paz Esteban] se acaba la depuración”. Da la fea sensación de ser alguien con una insaciable sed de reparación; o de venganza y castigo, lo cual empaña su imagen; y, además, queda lejos de aquel cartel de movimiento pacífico, que jamás ha roto un plato, tan querencios­o para el independen­tismo, en el que tanto se gusta y recrea.

Además de abatir nuevas piezas –ya sea en las filas rivales o en las propias, que de todo hay–, la dirigencia independen­tista haría bien en priorizar otros asuntos más perentorio­s y convenient­es para la buena marcha del país, e incluso para sus propios intereses. Con mayor motivo ahora, cuando según encuesta publicada el lunes en este diario, más del 70% considera que la independen­cia no debería ser una prioridad para el Govern. El propio Aragonès es consciente de ello, aunque no lo vaya pregonando, y por regla general obra en consecuenc­ia. Quizás por eso cree a veces oportuno compensar su pragmatism­o político con declaracio­nes de cazador compulsivo. ¿Será esa la explicació­n?c

Al exigir más trofeos de caza, Aragonès aparenta una insaciable sed de reparación y castigo

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