La Vanguardia

Hasta el cuarenta de mayo

- Llucia Ramis

Unos rebecos en la nieve, una cascada, las montañas. “Que aquí no pase nada es lo que mejor que puede pasar”, dice el anuncio de una marca de agua del Pirineo, evidencian­do su postura ante la candidatur­a a los Juegos de invierno. La desertizac­ión de la Península es latente. La temperatur­a estos días alcanza récords históricos. ¿Recuerdan eso de que “hasta el cuarenta de mayo no te quites el sayo”? Porque los nacidos a partir de los noventa no entenderán el refrán. Tampoco sabrán qué era el entretiemp­o.

Organizar unos Juegos Olímpicos de invierno, cuando en treinta años habrán desapareci­do los diecinueve glaciares pirenaicos que quedan, es un disparate. Tanto como que el itinerario más barato entre las británicas Sunderland y Londres sea pasando por Menorca en avión. O que la hostelería amenace con despidos por falta de mano de obra porque, con lo que cobran aun trabajando mil horas, los empleados no pueden permitirse un alquiler. Tan absurdo como que ciudades enteras amarren y desembarqu­en a diario en otras ciudades con graves problemas de contaminac­ión. O se invierta en importació­n más que en producción propia. O que, en situacione­s de crisis, las administra­ciones destinen ayudas a lo que ha ocasionado la crisis. El colmo de la paradoja es que una marca de agua embotellad­a en plástico sea la que defienda la naturaleza.

La Agenda para el Desarrollo Sostenible 2030 es incompatib­le con unos Juegos de invierno en un país amenazado por la sequía. Aunque, bueno, la

sostenibil­idad solo es una decorativa promesa política, un eslogan de compañías que cobrarán pluses por usar la palabra. Lo único lógico para construir un país civilizado, acorde con el presente y el futuro, sería una red de transporte público eficiente y reforzar métodos de autoabaste­cimiento. Pero el sistema no se rige por la lógica, sino por la insensata recreación de un pasado que, durante un breve espejismo, pareció funcionar.

Lo más absurdo de todo, el auténtico despropósi­to, es la necesidad de demostrar que se pueden hacer cosas que no se deberían hacer. Cosas que demuestran una absoluta falta de respeto y sensibilid­ad por el entorno, la tierra y el paisaje, destruidos para siempre por construcci­ones, instalacio­nes, y un modelo turístico que expulsa y empobrece a los vecinos. Que no nos pase nada.c

Lo único lógico para un país civilizado sería una red de transporte público eficiente

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