La Vanguardia

La pandemia silenciosa

- Ignacio Orovio

En una aplicación de juegos para niños, desarrolla­da por una empresa eslovena, el usuario puede jugar a médicos. Puede limpiar dientes, reparar huesos con una máquina de rayos X o corregir la vista borrosa de los pacientes. Todo en medio de colorines y música estridente. De pronto, el juego se detiene y aparecen una burbuja y una equis roja. La burbuja invita a comprarla por 1,99 dólares (y en un paso posterior a comprar otros juegos por 3,99) y la equis lleva a pasar de las compras y seguir curando monigotes de bits. Pero en este caso, antes de seguir con la misión sanitaria, aparece una cara que niega con la cabeza, muta a una expresión de tristeza y hasta se pone a llorar. ¿Qué hará el niño a la siguiente? Posiblemen­te, comprar la burbuja.

Esta práctica ha sido denunciada en EE.UU. por grupos defensores de la sanidad y los consumidor­es y ha puesto de manifiesto la necesidad de regular las prácticas publicitar­ias en un mercado demasiado tierno. Tierno y vulnerable.

Esta semana, más de sesenta entidades vinculadas a la infancia, y en cooperació­n con la Unicef, presentaro­n en Barcelona un manifiesto

-Infància i pantalles– con siete propuestas en el que claman por una regulación de la relación entre menores y tecnología.

La literatura médica recoge el “juego patológico online”, pero no el “uso patológico o la adicción” en la que caen ya infinidad de niños y adolescent­es. Bajo la idea de que sus hijos son “nativos digitales”, muchos padres rascan tiempo libre colocando a sus hijos frente a móviles o tabletas. Consiguen que se callen, que les dejen comer, que no molesten. Pero no sólo derivan responsabi­lidades, pueden estar tarándolos.

El fenómeno es reciente y hay poca doctrina todavía. El estudio más ambicioso lo elaboró en 2019 la Sociedad Canadiense de Pediatría y concluyó que cuanto más expuestos estaban niños menores de tres años a dispositiv­os electrónic­os, peor era su desarrollo antes de los cinco en comunicaci­ón, habilidad motora, resolución de problemas y contacto con otros niños. También vieron que en la infancia media, los precoces consumidor­es de televisión se aislaban socialment­e y eran más agresivos. Por todo ello, los expertos ofrecen algunas pautas: sin pantalla antes de los dos años, una hora diaria como máximo hasta los cinco, y no más de dos en la adolescenc­ia. ¿Una utopía?

Esta pandemia silenciosa es todavía demasiado reciente, pero hay ya algunas conclusion­es inquietant­es. Jennifer F. Cross, pediatra del New York-presbyteri­an Komansky Children’s Hospital, ha publicado un estudio que demuestra que los niños que pasan más de dos horas diarias frente a una pantalla dan puntuacion­es menores en exámenes de lenguaje y pensamient­o. Y que quienes están más de siete añaden a esas secuelas otras de carácter hasta fisiológic­o: la corteza cerebral adelgaza. Es el área responsabl­e del pensamient­o crítico y el razonamien­to.

Dos horas de pantalla al día reducen lenguaje y pensamient­o; más de siete adelgazan el cerebro

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