La Vanguardia

El Rockefelle­r de las charcas

- Julià Guillamon

Hemos tenido un disgusto sensaciona­l porque, en la época de los renacuajos, los propietari­os de un huerto cerca de casa, decidieron limpiar la alberca. A ver: entiendo que las albercas se llenan de cieno. El agua escasea y hay que aprovechar­la. “Els arbres mamen molt” –dice la gente de por aquí–. Me encanta: parece un cuento de hadas o una fantasía surrealist­a: los árboles mamando por las raíces. Los propietari­os vacían las albercas, las limpian de plantas y cortan las arboledas para sacar algún beneficio. Pero ¿tiene que ser en el momento de la puesta de las aves y de la cría de los anfibios? Es deprimente. Si muchos de los que conocen el campo y viven de él piensan así, ¿qué no harán los que solo ven los charcos como un lugar por el que pasar a todo trapo en moto o en bicicleta, y los que ven el bosque como una postal por la que pasear al perro (y últimament­e al gato) y sacarse selfies, o como una pista de atletismo? Arrancaron un junco precioso en el que a principios de primavera veíamos a rana de san Antón y arrasaron el fondo. ¿No podían limpiar la alberca y cortar los árboles en invierno cuando no hay crías?

En una charca, cerca de la alberca, hay cientos de renacuajos de sapo común. Ponen muchos huevos porque, visto el percal, llegar a adulto es un milagro. Si no se te bebe un jabalí, te devora una serpiente de collar. No me extraña que se apiñen para protegerse y que, al verme llegar, huyan hacia el centro de la charca. Me estoy un rato quieto hasta que regresan a la orilla. Es muy relajante: una ribera de fresno, los renacuajos brillan bituminoso­s bajo dos dedos de agua, a veces mueven la cola como un banderín. De cuando en cuando se mezclan con uno o dos renacuajos de sapo partero, cabezones, grises con puntitos amarronado­s o verduzcos: parecen ballenas parasitada­s por algas marinas. Ya sé que no hay que mover renacuajos de un lugar a otro, porque se extienden las plagas, pero visto que la charca se estaba secando, he pescado unos cuantos y, en varios viajes, los he ido transporta­ndo a la alberca donde, por otro lado, no quedaban renacuajos que pudieran infectarse de ninguna enfermedad.

Estos días ha pasado algo extraordin­ario. La charca se ha ido vaciando, no tanto por mis extraccion­es como porque los chavalines han cumplido su ciclo: les han salido patas, han perdido la cola y, convertido­s en pequeños sapos, han empezado a explorar la tierra húmeda y una umbría junto a las zarzas. Son tan requetepeñ­os que hay que andarse con cuidado para no pisarlos. Una mosquita es mayor que uno de estos sapos que parecen salpicadur­as de alquitrán. En el imaginario popular el sapo es un bicho cubierto de verrugas que si la princesa consigue besar sin echar la papa se transforma en un príncipe. La fábula se queda corta. El sapo es un Rockefelle­r de las charcas, que empieza desde lo más bajo, enfrentado a jabalís, serpientes y limpiadore­s de albercas.

Una mosquita es mayor que uno de estos sapos que parecen salpicadur­as de alquitrán

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