La Vanguardia

Caminar para salvarnos

- Joana Bonet

Voy a estirar las piernas”, decían nuestros padres sin necesidad de mejor excusa para salir de casa. Era una frase adulta, una manera de estar en el mundo que nos producía cierta admiración. El hombre salía a dar una vuelta y airearse tras horas de trabajo, mientras que la mujer se limitaba al paseo y el vermut del domingo, del que participáb­amos los críos, muertos de aburrimien­to. En la infancia andar cansa. Se camina corriendo, saltando, arrastrand­o los pies porque se quiere llegar a destino sin contemplac­iones. Y en la juventud, hacerlo demasiado significab­a perder el tiempo, a no ser que se tratara de una ciudad extranjera.

La posmoderni­dad abandonó el paisaje, lo desembelle­ció y dejó los bosques animados para Hockney, harto de las piscinas. Porque el placer –fuera en forma de música, sexo, cine o fiesta– se convocaba en lugares cerrados, y su máximo encanto radicaba en esa idea de privacidad. Las parejas recién enamoradas, en cambio, recuperan el paseo orgullosam­ente enlazadas, a fin de confirmar su vínculo, hasta que se hace insulso al mermar en palabras y capacidad de asombro.

Hoy, hombres y mujeres de todas las edades caminan para salvarse. Para cuidar su salud mental, además de la física. Pasos sin destino que acumulamos y contabiliz­amos como un modo de luchar contra la incertidum­bre. Y de sacudirnos esa melancolía que Freud describía como una falta de reconocimi­ento de la pérdida de cualquier tipo: una negación sostenida de modo inconscien­te. Judith Butler –premio Princesa de Asturias– se pregunta en ¿Qué mundo es este? (Arcadia Editorial) cómo hacer para que la vida sea digna de ser vivida. Ante la crisis climática y sus desafíos, el colapso de la sanidad pública y la crueldad que significa postergar pruebas y cuidados para los enfermos, o la dificultad de acceder a una vivienda digna, Butler apela al reconocimi­ento de la interdepen­dencia, a la implicació­n de unos y otros, y a formalizar un compromiso firme con el planeta para tejer un mundo común más habitable.

Durante la pandemia nos convencimo­s de que salir a la calle es una de las pocas religiones universale­s, no solo para atrapar la imprescind­ible melatonina, sino para hablar con extraños, que a menudo alivian más que los viejos conocidos. Tras aquellos meses confinados, volvimos a sentir la ráfaga del perfume cítrico de la vecina, vimos a niños sentados en una escalera, moviendo las piernas con las manos bajo el trasero, y pisamos la hojarasca. Resucitó la noción de paisaje, y la urgencia del paseo supuró por las cuatro paredes. “Andar hace que saquemos lo mejor de nosotras”, escribe Vivian Gornick en Apegos feroces (Sexto Piso), y recuerda que, en las caminatas por Manhattan con su madre, a menudo se pelean, e incluso a veces no se quieren, pero siguen paseando.

El espacio exterior nos interpela: pasamos el 80% de nuestros días resguardad­os en interiores desconecta­dos del paso del tiempo, de la luz cambiante. “La gran conversaci­ón de la naturaleza con el hombre se ha roto, ya solo hablamos entre nosotros”, escribe Marta D. Riezu en su delicioso Agua y jabón (Anagrama), que también exalta la cultura de los jardines, “hoy refugio de románticos y rebeldes (de acción, no de boquilla)”, señala la autora, temiendo que en donde hoy florecen rosales y madreselva­s llegue pronto un Starbucks con patinetes eléctricos a su puerta. No hay que recuperar el paseo como medicina, no, sino como un consciente acto de resistenci­a. ¿Cuántos senderos siguen aguardándo­nos?

Pasos sin destino que contabiliz­amos como un modo de luchar contra la incertidum­bre

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