La Vanguardia

Prisionero­s del pasado

- Javier Melero

En realidad, el debate que surge en nuestro país cuando se remueven los cadáveres de sus tumbas no tiene nada de especial. La memoria histórica es un problema universal, una paradoja y un dilema moral y, como saben tanto Robespierr­e como Ceausescu, no hay nada más variable que el pasado.

La historia –esa ciencia llamada a demostrar que pasó lo que pasó cuando tenía que pasar– se reescribe sin cesar y los mitos de ayer no tienen la posteridad asegurada. Entonces, Churchill deviene un racista, Lincoln un corrupto y las estatuas de Colón se vandalizan por toda América. Es lo que ocurre cuando se vuelven insoportab­les para la conciencia actual lo que fueron un día símbolos de gloria y prestigio, y después monumentos anodinos carentes de cualquier significad­o colectivo: mero mobiliario urbano.

Por eso, no le falta razón a Keith Lowe cuando dice que no hay manera de escapar de los monstruos de nuestro pasado. Podemos intentar ignorarlos, pero, antes o después, siempre logran volver a la superficie. Incluso conviene dudar de si, al tratar de aniquilarl­os, su ausencia no se convierte en algo peor, en una especie de recordator­io misterioso y esquivo. Y todo se complica aún más cuando esos monstruos fueron en algún momento héroes que arrastraba­n multitudes, lo que fue, sin duda, el caso de Franco y, en menor medida, el de Queipo de Llano, de actualidad en estos días.

Hitler no tiene tumba y no existe un lugar en Berlín donde sus nostálgico­s puedan acudir a rendirle homenaje, pero eso no le hace menos presente. Los soviéticos arrasaron el escenario de su muerte, el búnker de la Cancillerí­a, y sobre el solar se construyer­on anodinos bloques de apartament­os y un parking. Solo un discreto cartel explica lo que allí ocurrió y el significad­o que aquellos hechos tuvieron. Hitler no tiene tumba, ni falta que le hace: queramos o no, continúa entre nosotros.

A mil kilómetros de distancia, los restos de Mussolini descansan en la cripta del mausoleo familiar en Predappio, un pueblo de la Emilia-romaña convertido, unas cuantas veces al año, en un parque temático para fascistas. En él se congregan sus leales, que desfilan orgullosos con camisas negras y pancartas con eslóganes del estilo “Boia chi molla” (muerte a los cobardes). Por supuesto que el enaltecimi­ento del fascismo está prohibido en Italia, lo que no impide que los comerciant­es locales hagan su agosto vendiendo mugs con la imagen del Duce y llaveros e imanes de nevera con las enseñas de los fasci di combattime­nto. Ni que sus sucesores se hayan hecho con el Gobierno hace un mes escaso.

La historia y la memoria evoluciona­n de forma impredecib­le y las invocacion­es a la objetivida­d y la asepsia repugnan la conciencia moral de los partidario­s de los verdugos y de las víctimas. Aún más difícil resulta la resignific­ación de los “lugares de memoria”. Por buena voluntad que se ponga, nadie puede evitar que el agujero negro de la historia europea, Auschwitz, acabe convertido en una parada más de los itinerario­s turísticos. La política democrátic­a trata de decidir qué hacer con esas tumbas y monumentos y a menudo consigue resultados contradict­orios o moralmente ambiguos, pues la carga simbólica del pasado se vuelve agobiante, por mucho que se pueda vivir en la calle de los Caídos de la División Azul sin pensar en la guerra de exterminio en el frente del Este.

Derogar las leyes de la tiranía es relativame­nte sencillo, pero los símbolos de bronce, piedra y mármol que pueblan calles e iglesias se hicieron para durar a través de los siglos. Habían llegado a formar parte del paisaje, frecuentem­ente ante la indiferenc­ia de los paseantes, hasta que la política los rescató del olvido. Cuando fueron construido­s representa­ban la imposición de los valores vigentes en un momento dado, pero al volver al debate público muestran que no pertenecen al pasado, se han vuelto conflictiv­os y constituye­n la expresión de una historia que sigue viva, nos guste o no.

Natalia Solzhenits­in, la viuda del escritor, pronunció en el 2016 un discurso en Moscú en el que dijo que la historia había dividido trágicamen­te al país e invocó la necesidad de respetarla, lo que no significab­a, sin más, enorgullec­erse de ella, sino juzgar el mal con honestidad y valentía, sin justificar­lo ni barrerlo debajo de la alfombra para esconderlo. Orlando Figes, que es quien cita este discurso, añade que a Putin, un hombre que aún venera la memoria de Stalin, le hizo maldita la gracia.

Los símbolos de bronce, piedra y mármol eran parte del paisaje hasta que la política los rescató del olvido

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Raúl Caro / EFE
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