La Vanguardia

Una película de terror

- Albert Gimeno

Les aseguro que el ánimo de este cronista es el de tratar de dar un día una noticia positiva, de poder lanzar al viento que Barcelona ha vuelto, que hemos superado el bache emocional de ver a nuestra querida ciudad zarandeada por motivos diversos, y que las cosas reestablec­erán el statu quo que nunca debió perderse. Ese es el ánimo pero luego la realidad, ese actor principal que se antepone entre los deseos y la fe, desbarata el sueño y provoca a la ciudadanía una vuelta a la insoportab­le gravedad.

En las páginas de Vivir se publicaba este fin de semana un asunto desgarrado­r. Puso encima de la mesa la mirada de todo un espectácul­o dantesco que se vive en las instalacio­nes abandonada­s del aparcamien­to de la T-2 del aeropuerto de El Prat. Hace años pensábamos que ese tipo de deterioro postindust­rial cargado de una neblina tóxica y de una ausencia total de salubridad física y emocional solo podía darse en determinad­as escenas del cine de ficción. Pero no. Por un momento los planos más duros de Blade Runner se viven en las dependenci­as de uno de los aeropuerto­s más transitado­s de Europa, y que es la puerta de entrada de una ciudad que precisa una vuelta de tuerca en el incremento de la actividad de calidad. El artículo relataba la catarata de miseria que azota al espacio, donde se cobijan varias personas que viven en las peores condicione­s que pueda verse un ser humano en el primer mundo. El problema no es que esa decadencia sea visible –muchas arreglan los problemas morales apartando la mirada–, es que exista. Como Barcelona, o como área metropolit­ana, no podemos permitir que nuestra sociedad acabe de ese modo. No es una cuestión de visión de la pobreza, sino de su existencia, lo que configura una imagen real de cuantos deberes como sociedad debemos acometer.

La gestión de nuestras necesidade­s y de nuestras fortalezas debe ejecutarse con más precisión, con más profundida­d. Barcelona no puede ser el escaparate de un clima moral destartala­do, como tampoco tiene que ser un foco de insegurida­d. Hemos hablado muchas veces de sensacione­s pero este diario publicaba un dato aterrador hace unos días: desde las fiestas de la Mercè, en Catalunya se han registrado seis muertes y siete heridos por arma blanca. Lo peor de todo, como si eso solo no fuera preocupant­e, es que apenas existe una respuesta enérgica por parte de la sociedad. Nos acercamos más al Bronx que al Village. Somos una ciudad mediterrán­ea en la que siempre ha habido delitos, pero llevábamos muchos años sin repuntes de esa gravedad. Los Mossos (quizás cuando abandonen su particular navajeo en las alturas) y la Guardia Urbana deben ponerse más firmes y para ello los ciudadanos necesitamo­s que sus ascendente­s políticos se lo tomen decididame­nte en serio. El invento mágico de Barcelona se nos va de las manos y nadie, salvo quienes detestan a esta ciudad, lo desea.

Barcelona no puede ser el escaparate de un clima moral destartala­do ni un foco de insegurida­d

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