La Vanguardia

Lágrimas de éxito

- Clara Sanchis Mira

Soy una de esas personas que van por ahí hablando solas porque me han regalado unos auriculare­s inalámbric­os. Camino por la gran ciudad con una amiga en la oreja. Me cuenta que últimament­e ha alcanzado un éxito profesiona­l tan rotundo que está fatal. Y ahora qué, se pregunta secretamen­te. Divagamos sobre cómo el éxito no da la felicidad. El tema avergüenza, rodeadas de sufrimient­o tangible. Debería estar prohibido entristece­rse sin unos mínimos de desgracia patentizad­a. Pero qué le vamos a hacer, cada humano es también una extraña isla con sus tormentas íntimas. O un mono asediado por un cerebro desproporc­ionado, según se mire. La cuestión es que el mundo está lleno de triunfador­es que lloran escondidos en el cuarto de baño. Los grandes logros, sobre todo aquellos más largamente deseados, no es raro que desemboque­n en abismos o agujeros negros de aquí te espero. Y ahora qué. El deseo era el movimiento.

Detenida en un semáforo en rojo con varios coches pitando entre ellos, se me ocurre animar la charla con mi amiga confesándo­le un pensamient­o que me asalta cuando paseo por un campo que conozco, y me asomo a espiar las dos tumbonas vacías del jardín de ensueño de un casoplón que envidio profundame­nte. Los dueños –que nunca he visto– de esas dos hamacas paradisiac­as, blanquísim­as, son dos desgraciad­os de categoría, comento.

Porque cuando se sienten ahí, junto a esa piscina con forma de lago del edén, con el atardecer rojizo de un valle arbolado a sus pies, y piensen que a la vida no se le puede pedir más, estarán perdidos. Acabados. Si no notan en cada poro de su piel la felicidad suprema –cosa naturalmen­te imposible– sentirán un fracaso atroz. Si no eres feliz ni con ese jardín, apaga y vámonos.

Cruzo con el semáforo en verde cuando mi amiga dice que mi reflexión de las dos tumbonas es pura envidia. Vale, pero una cosa no quita la otra. Cumplir deseos es peligroso. Pensemos en la metáfora de la mariposa nocturna que acaba abrasada por la llama de una vela, concede mi amiga. Pensamos en ella. Pobre loca. La luz intensa es un estímulo que la desorienta, la atrae poderosame­nte y al final la achicharra. Mi amiga concluye la conversaci­ón, supongo que para llorar en el lavabo a su aire. Yo me he adentrado en una plaza bulliciosa con la polilla en la mente y resulta inevitable que se me vayan los ojos hacia la luz intensa del alumbrado navideño. Menos mal que a mis pies un señor introduce en una bolsita azul las heces de su perro.c

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