La Vanguardia

Drogado y rápido

- Francesc Bracero

Nadie sabe si Twitter acabará por desaparece­r. Su plantilla es ahora solo de un tercio de los empleados que la hacían funcionar hasta hace un mes. Por eso, es posible que algunas tareas clave de su mantenimie­nto, o una falta personal para resolver un problema repentino, acaben por hacerla caer tarde o temprano. Además, hay otros factores que amenazan la existencia de la red social que se ha comprado Elon Musk. Uno de ellos es la necesidad de recortar gastos en una empresa que pierde cuatro millones de dólares al día, un ahorro que también va a afectar al alquiler de la infraestru­ctura de servidores que la sostiene. Su enorme deuda de 13.000 millones de dólares no lo pone fácil.

Frente a ese panorama preocupant­e, la realidad es que Twitter, de momento, aguanta firme. Por si faltaban ingredient­es para el drama, la épica o la comedia –todavía no sabemos cómo se va a escribir este guion–, seguir los comentario­s de Musk se ha convertido en un pasatiempo de muchas caras: unas veces divertido, otras preocupant­e y, en algunas, también indignante, pero siempre clarificad­or.

El multimillo­nario parece no guardarse nada. Ayer explicaba cómo los ingenieros que todavía le quedan en nómina han conseguido hacer bajar los mensajes de odio en la red social a un tercio de los que había en el pico que se desató con la compra final de la plataforma, que coincidió con la campaña de las cruciales elecciones de medio mandato en Estados Unidos.

“Tengo ganas de señalar con el dedo las 1.500 cuentas que han provocado el pico, pero me abstendré”, amenazó. La advertenci­a es grave, porque deja claro a todo el mundo que, como dueño de Twitter, tiene acceso a datos de los usuarios que nadie más tiene, y que es capaz de hacerlos públicos o utilizarlo­s como más le apetezca. Musk explicó también la técnica con la que había acallado los mensajes de odio: redujo la máxima cantidad de tuits diarios permitidos a esas cuentas y los dejó en un número “inferior al que podría hacer un mecanógraf­o rápido drogado”.

Todo apunta a que hubo bots, programas automático­s, que difundiero­n esos mensajes de odio. Presumible­mente, hacia el propio Elon Musk. Lo que no se entiende es cómo han calculado Musk o sus ingenieros el número de tuits que puede escribir al día un mecanógraf­o habilidoso y drogado. ¿Cronometra­ron a alguien?

La detección de mensajes de odio y desinforma­ción que intentan despertar el lado más fanático de una persona no es difícil, pero todo el mundo no sabe verlo. Hay que desconfiar de los que utilizan un lenguaje pleno de calificati­vos hiperbólic­os, de los que reducen cualquier problema a una cuestión de “ellos o nosotros”, de blanco o negro, entre otras caracterís­ticas. El propio Musk es un maestro escribiénd­olos.•

Musk ha dejado claro que, como amo de Twitter, tiene acceso a datos de los usuarios

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