La Vanguardia

Misiles en el alma

¿Robaron los nazis la idea del pulsorreac­tor inventado por Ramon Casanova para crear su temible misil final, el V-1? Al ingeniero y pacifista catalán le dolió la fundada sospecha en un duelo, ciencia y guerra, que llega hasta Ucrania

- Plàcid Garcia-planas

Esta es la historia de un hombre que abrió las páginas de una revista y no las pudo volver a cerrar. Una historia del pasado que, más que del pasado, nos habla del presente y del futuro.

A finales de 1944, el ingeniero e inventor Ramon Casanova i Danés abrió un ejemplar de The Illustrate­d London News y quedó estupefact­o. Esas páginas le acompañaro­n hasta su muerte en 1968.

“Todavía recuerdo a mi abuelo enseñándom­elas”, me dice una de sus nietas, Marta Cervelló. Enseñándol­e los gráficos donde la revista disecciona­ba con detalle las tripas del V-1, el primer misil de crucero de la historia.

El propulsor de ese misil –creado por los nazis en un desesperad­o intento final por cambiar el rumbo de la guerra a su favor– era demasiado parecido a su propio pulsorreac­tor, al que él inventó y patentó cuando tenía 25 años, en 1917. El V-1 usaba múltiples válvulas de admisión de aire y el suyo funcionaba con una sola, pero el principio era exactament­e el mismo.

¿Era posible tanta casualidad? Casanova lo inventó para propulsar coches o aviones en favor del progreso humano, y el lado oscuro del mundo lo estaba utilizando ahora –denunciaba el inventor– para “propósitos homicidas”.

“¿Cómo puede ser que una cosa que en 1917 estaba a punto de completars­e se abandonara, y que los alemanes hayan conseguido la gloria histórica de ese descubrimi­ento que no les correspond­e?”, se preguntaba un año después de leer la revista, con las profundas heridas del V-1 todavía calientes, en una conferenci­a que dio en el Instituto Francés de Barcelona sobre su pulsorreac­tor y el misil nazi. “Con propósitos homicidas”, insistía.

Nacido en una familia de metalúrgic­os de Campdevàno­l, en 1917 se puso al frente del taller donde Hispano-suiza –asociada con su familia– fabricaba en Ripoll piezas punteras para sus prestigios­os automóvile­s (a Ramon le acabaron llamando el boig de l’hispano, el loco de la Hispano).

Catalanist­a y cercano al socialismo de Serra i Moret, el joven inventor era parte de la Tercera Catalunya, la que no se sintió bien ni con la CNT-FAI ni con el franquismo. En 1936 se exilió a Francia y encontró trabajo en la aeronáutic­a Devoitines de Toulouse, que en 1943 acabaría requisada por los nazis.

“Tras la ocupación alemana de toda Francia, mi abuelo regresó a Barcelona. En Devoitines quedó la patente de su pulsorreac­tor. Él era autodidact­a, no tenía ningún título, y esa patente era su credencial”, dice Marta.

Así es como un artefacto inventado para el bien –verificado sobre raíles en su taller (triunfó, y la prueba es que se cargó una pared) y verificado también sobre un coche rodando por una ladera de Ripoll– acabó lanzado por el mal como misil sobre Inglaterra y Bélgica.

Y, como en las grandes historias, esta también pasa por las estrellas. Una de sus hijas –Josette– se casó con un piloto militar estadounid­ense y acabó viviendo en Huntsville, Alabama. Ligada al origen de la NASA, era la ciudad donde

¿Qué avances técnicos de los que hoy descuartiz­an cuerpos en Ucrania servirán para que la humanidad progrese?

trabajó el mítico ingeniero aeroespaci­al alemán Von Braun, que primero hizo el misil V-2 para Hitler y luego cohetes para la NASA. Años más tarde, un ingeniero del equipo de Von Braun que todavía vivía –el profesor Pratshoffe­r– confirmó a Josette las sospechas. La propia NASA dejó constancia del hecho en los paneles del museo que tiene en Huntsville: el concepto de los dos pulsorreac­tores es “sorprenden­temente similar”.

¿Cómo no pudieron dolerle al inventor las páginas de aquella revista? ¿Cómo no pudieron dolerle al humanista que, en su exilio, tradujo al catalán On Liberty de John Stuart Mill? “Pregúntate si eres feliz –escribió Mill– y dejarás de serlo”.

“Es con el tiempo que he ido entendiend­o el dolor que sentía mi abuelo”, confiesa hoy Marta.

Lo esencial de esta historia no es saber si los nazis le copiaron el invento o todo fue una sorprenden­te coincidenc­ia. Lo que hace intemporal esta historia no es lo técnico. Es lo humano. Es la tristeza que empapó al inventor y humanista con la sola sospecha de quién le robó su diseño de paz y para qué fin: los misiles V-1 mataron a más de seis mil seres humanos, la absoluta mayoría civiles.

“Mi abuelo nunca se aisló de las consecuenc­ias sociales de sus inventos”, me dice otro nieto, Jordi, que relata la fascinante biografía de su abuelo en Fills del ferro (Curbet Edicions).

“Es infinitame­nte triste –insistía Casanova en su conferenci­a de 1945– que los grandes saltos de la técnica se den en tiempos de guerra, con sacrificio­s irreparabl­es de material humano”.

Y esta infinita tristeza sigue siendo, quizá más que nunca, el pulsorreac­tor del progreso humano.

¿Qué saltos técnicos descuartiz­adores hoy de cuerpos humanos en Ucrania servirán para que los cuerpos del mañana vivan con más placer?

Si sobrevivim­os, claro.

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LV Ramon Casanova i Danés, fotografia­do con el pulsorreac­tor que construyó en 1917
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