La Vanguardia

Un banco fraternal

- Antoni Puigverd

Me había comprometi­do a participar como voluntario del Banco de los Alimentos en el Gran Recapte. Pero al llegar el viernes empecé a buscar excusas. Primero me dije que, en el orden de prioridade­s, mi trabajo estaba por encima de cualquier otra causa; después barrunté que mi colaboraci­ón era mínima y que nadie me echaría de menos. Pero la necesidad de cumplir con la palabra dada fue más determinan­te. A las 10 de la mañana del viernes me presenté en una gran superficie comercial de las afueras de la ciudad.

Con los demás compañeros de turno, nos repartimos el trabajo. Los dos más cerebrales clasificab­an las donaciones según el peso y el producto. El tercero las iba colocando en un contenedor. Los dos restantes invitábamo­s a los clientes del supermerca­do a contribuir. Preguntába­mos si querían colaborar, repartíamo­s unas bolsas por si querían rellenarla­s y las recogíamos cuando salían. Me costó bastante actuar como comercial. Nunca me ha gustado vender, es una de mis manías. Siempre he pensado que si lo que yo hago interesa a alguien, muy agradecido; pero que si no le gusta lo que escribo o mi firma le repugna, lo entiendo perfectame­nte. Parodiando a Groucho Marx, creo que nunca leería nada que llevara mi nombre. Ahora bien: una de las gracias de formar parte del equipo del Banco de los Alimentos es que no vendía nada mío.

Alentaba a los clientes de un supermerca­do a ser generosos con los que lo están pasando mal. Enseguida me sentí seguro de ese papel. La mayor parte de los que entraban respondían positivame­nte a la invitación. Un tipo de mediana edad, alto y delgado, entró decidido conduciend­o uno de esos enormes carros de supermerca­do. Le invité a colaborar, pero no me contestó. Siguió avanzando. Lo hizo tan aprisa que me obligó a apartarme para no chocar con él. Casi rozándome, proyectó contra mí sus ojos desafiante­s. Una mirada de puro odio. Una única experienci­a negativa. La mayor parte de los que no podían o no querían colaborar pasaban a paso ligero, cabizbajos.

Algunos se excusaban: “No puedo”, “Tengo prisa” o “Ya realizaré el donativo a mi súper de confianza”. Un hombre muy viejo dijo: “Si los políticos no cobraran tanto, no sería necesario hacer esta colecta”. Una de mis compañeras contestó: “Tiene usted razón”. Pero otro le corrigió: “No sería suficiente: la pobreza es infinitame­nte superior a los sueldos de la política”.

La mayoría de los que entraban en el súper, como he dicho, colaboraba­n. Bastantes lo hacían con entusiasmo: se anticipaba­n, venían a por más bolsas. Más de uno se presentó con un carro de supermerca­do lleno hasta la bandera. La mayoría llevaban las bolsas rebosantes. Otros, en cambio, ofrecían lo mínimo. Lo que podían: un kilo de arroz, 250 gramos de pasta. Yo les decía a todos lo mismo: “Gracias por ser tan generosos”. La mirada que me devolvían era de alegría. Colaboraba­n por fraternida­d humana, por imperativo cristiano, por solidarida­d de izquierdas, por compasión derechista o por experienci­a personal (“yo también sé lo que es pasar hambre”). Cuando llegó el equipo de relevo, me supo mal tener que irme. Antes de hacerlo, llené mi propia bolsa. Pasé la tarde de un humor excelente. Ayudar es la mejor píldora contra la melancolía y el malestar interior.

Desde que era joven y estudiaba en la universida­d, he estado confrontad­o a un típico dilema: ¿justicia o caridad? Es un falso dilema. ¿Dónde está escrito que luchar por la justicia es incompatib­le con la caridad?c

¿Dónde está escrito que luchar por la justicia es incompatib­le con la caridad?

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