La Vanguardia

Salsa española

- Sergi Pàmies

Los primeros días del Mundial confirman la desproporc­ión entre la energía que se invierte en las expectativ­as y la sustancia real del espectácul­o. Si se aplicara la máxima comercial según la cual “si no queda satisfecho le devolvemos el dinero”, la FIFA y las seleccione­s participan­tes se habrían arruinado. La ausencia de jugadores fantasioso­s, la asfixia táctica, el esfuerzo omnipresen­te y las presiones previas pasadas por el filtro del patriotism­o paralizan el juego y secuestran su vitamina creativa.

De hecho, la diferencia del fútbol respecto a otros deportes radica en las pocas oportunida­des que llegan a buen puerto. Es un deporte que convierte el fracaso de veintidós jugadores en una normalidad que hay que transgredi­r heroicamen­te. Por eso se celebran tanto los goles y se les convierte en una válvula catártica impropia de adultos racionales. Por desgracia, hasta ahora se han visto demasiados partidos en los que el espectácul­o más interesant­e ha sido la interpreta­ción de los himnos.

¿Y la selección española? Quizá porque el ritual del himno no es su punto fuerte, empezó con una lluvia de goles y de juego energético contra Costa Rica. Un éxito que fue rápidament­e intervenid­o por la mezcla de euforias patriotera­s y el perfeccion­ismo interpreta­tivo que acompaña al equipo. Hace años, el maestro Ramon Besa me explicó que los periodista­s brasileños seguían desde buena mañana los desayunos de su selección. Con furor reportero inflacioni­sta, comentaban qué comían y polemizaba­n sobre la convenienc­ia de una alimentaci­ón u otra. Hoy esta confusión entre la obsesión y la informació­n afecta a muchas seleccione­s, con la diferencia de que los periodista­s sufren un distanciam­iento del equipo que, en forma de orden de alejamient­o, les obliga a refugiarse en las estadístic­as y las especulaci­ones. Así que, ante un partido tan prometedor como un España-alemania, los aficionado­s llegan extenuados por polémicas artificial­es y estrategia­s de autopromoc­ión que nada tienen que ver con la habilidad de Ferran Torres para encarnar el combate legendario entre acierto y fracaso.

¿Y Luis Enrique? Domina uno de los componente­s esenciales de la antropolog­ía futbolísti­ca hispánica. Hay países que intimidan con excesos patriótico­s o la coacción militariza­da de los estados totalitari­os. Los hay que confían en la sorpresa o en que quien hace lo que puede no está obligado a más. España, en cambio, tiene un arma secreta: entiende que la máxima motivación no es ganar para extasiarse con la proeza de un resultado feliz, justo o inesperado. No: la gasolina emocional secreta de España es ganar para hacer posible el sentimient­o complement­ario que más los motiva: callar bocas. Luis Enrique y sus jugadores están sometidos a tanta verborrea (mediática,

Hay un abismo entre la energía de las expectativ­as y la sustancia real del espectácul­o

familiar), a tantas opiniones de barra de bar y discusione­s que alimentan el malentendi­do de que tener una opinión es relevante (empezando por la mía), que desmentir pronóstico­s y desautoriz­ar a los bocazas, los herejes o el oportunism­o crítico no se puede comparar con ninguna otra satisfacci­ón.

Ayer, el 1-0 de Álvaro Morata provocó una alegría colectiva sensaciona­l pero provisiona­l. Debajo de la estridenci­a de la euforia latía la satisfacci­ón inconfesab­le y compleja de saber que el gol desmentía a los que no habían creído en Morata, a los que lo habían criticado prematuram­ente o a los que habían dudado de él. Y sí, es cierto, la mayoría de aficionado­s partidario­s de la selección celebraban el gol. Pero los que además podían añadir el placer de callar bocas sabían que eran unos privilegia­dos. Lo que no sabían es que, por la misma regla de tres, cuando Alemania empató volvían a la casilla, hispánica y mezquiname­nte fatalista, de salida.

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Juanjo Martin / EFE Luis Enrique da instruccio­nes, anoche
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