La Vanguardia

Un café con burka

- Mar Poyato

Me he convertido en una

recorrecal­les. Me encanta perderme por los callejones del zoco (Souq Waqif) de Doha, que mezclan esa tradición del mundo árabe con pizcas de modernidad que asoman por los rincones. Es un mercadillo donde puedes encontrar de todo, desde lo más típico hasta lo más surrealist­a. El otro día, un loro gris de uno de los puestos se me quedó mirando fijamente y estuve tentada de iniciar una conversaci­ón con él, pero desistí por si solo hablaba árabe. Mientras andas, los olores te guían: las especias, el dulzor de la miel o los perfumes orientales embriagado­res.

Una tarde llegué a una plaza rodeada de chiringuit­os, estaba algo cansada y me senté en un banco a observar a la gente. De pronto, se acercaron a mí unas mujeres qataríes, tapadas de arriba abajo, que me saludaron muy amablement­e y me dijeron si se podían sentar a mi lado. Y ahí empezó una de las conversaci­ones más interesant­es que he tenido durante los últimos años. Una de ellas llevaba un vaso en la mano. Le pregunté qué era lo que bebía y me dijo, para mi sorpresa, que era un spanish latte. Confieso que me quedé algo perpleja, porque no sabía de su existencia. Y la mujer, sin dudarlo ni un momento, se fue a buscarme uno y me invitó. Es el café con leche de toda la vida, en versión caliente o fría.

Mientras saboreaba el café, que elegí tomarlo frío porque el calor era bastante inaguantab­le, la madre me contaba que habían salido todas las mujeres de la familia juntas a divertirse esa tarde. Iban con la clásica abaya y la cara tapada con un burka qatarí (se distingue del afgano porque éste lleva un pedacito de tela negra en la nariz). Les pregunté si no les gustaría ir vestidas como yo y me contestaro­n que ya visten así. Me enseñaron lo que llevaban debajo de sus ropas negras y me aseguraron que cuando no están en la calle también van escotadas, con tirantes o enseñando los brazos. La conversaci­ón se fue animando. Empezaron a ensayar maneras de celebrar los goles de su selección: que si agitarían el pañuelo, que si harían un baile (en su casa, por supuesto)… Y empezaron a reír a carcajada limpia y a lanzar gritos, sinónimo de estar pasando un buen momento. Un café con risas que se vio interrumpi­do por un grupo de hombres qataries, vestidos de blanco y con turbante, que les echaron una mirada fulminante. De pronto, las risas se apagaron, se sentaron en el banco y parecían asustadas. “Pero, ¿por qué?”, les pregunté. Ellas me contestaro­n: “Hemos sido unas escandalos­as. Los hombres se han ofendido y eso no podemos hacerlo. No está bien”. ¿Ofendidos? ¿Ellos? Por unas risas en medio de la calle tomando un café?

Pese a todo, ellas estaban contentas y hasta me pidieron una foto. Me la hice y les pedí yo una a ellas también, para llevarme el recuerdo de esos buenos momentos. Pero no me dejaron. Su respuesta fue tajante: “Si el emir nos ve en fotos por ahí nos corta el cuello”, y me hicieron el gesto con la mano. Un gesto que me impactó y ellas lo notaron. La despedida fue algo que no esperaba por el cariño que mostraron. Me dieron la mano y sus ojos me estaban diciendo que habían pasado un buen rato. El mismo sentimient­o tenía yo, aunque en este caso, aparte de mis ojos, ellas también pudieron ver mi sonrisa que me llegaba de oreja a oreja y no había ninguna tela negra que la tapara.

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