La Vanguardia

Vidas de zombi

- Francesc-marc Álvaro

Una estudiante universita­ria china lo cuenta al correspons­al de TV3 en Pekín, Francesc Canals, el pasado lunes: “Llevamos una vida de zombis”. La joven no aparece con su verdadero nombre por temor a las represalia­s del Gobierno. Vida de zombi, retengan este sintagma, por favor. Ismael Arana, correspons­al de La Vanguardia en Hong Kong, explicaba el martes que un joven procedente de Shanghai que exhibía un folio en blanco –símbolo de la contestaci­ón– decía haber “esperado mucho tiempo para hablar, antes no tuve ocasión”. Retengan también lo de los folios sin palabra alguna, para evitar ser acusados y detenidos por mostrar desacuerdo con el régimen.

Las protestas del pasado fin de semana contra el férreo control impuesto para detener la covid revelan una sociedad tan harta que parece haber perdido el miedo. Los zombis no le temen a nada y menos a la muerte. La existencia del zombi es la pura desesperan­za en expansión. La trágica muerte de diez personas en un incendio –al que los bomberos no llegaron a tiempo por las medidas severas de confinamie­nto– fue el suceso que prendió la mecha de la revuelta en China.

Ramon Aymerich ha escrito en estas páginas que “las protestas suponen un golpe a la autoridad de Xi. Una advertenci­a contra la arrogancia que ha guiado sus últimos pasos”. El colega apunta que los que han salido a la calle “son una minoría” pero “son también una fuerza transversa­l”. Nuevamente, vemos algo que siempre impacta: cuando la gente no tiene nada que perder, va a por todas. ¿La desesperan­za del zombi será liberadora? Pecaríamos de optimistas si pensáramos eso. Las primaveras árabes nos enseñaron que no hay que confundir el ansia primaria de libertad y de justicia con la capacidad para organizar y sostener un cambio de statu quo. Las revueltas que se multiplica­n mediante las redes sociales –a pesar de la censura– crean la ilusión de un desenlace a la medida exacta de nuestras expectativ­as sobre la democracia, la libertad y la igualdad en el mundo. De Pekín a

Doha, pasando por Teherán, Moscú y Melilla, nuestra conciencia se ve interpelad­a por vidas de zombis que compiten por nuestra atención. Se trata de una subasta que contrapone los principios morales al realismo de la geopolític­a y las relaciones económicas. El Mundial de Qatar ha convertido este debate en una caricatura; en algunas tertulias de radio y televisión, la coartada del hipermoral­ismo sabe al sucedáneo del azúcar.

Hans Magnus Enzensberg­er –recienteme­nte fallecido– retrató, en 1993, cómo somos: “No cabe duda de que nos hemos convertido en meros espectador­es. Esto es lo que nos diferencia de las generacion­es anteriores, que, cuando no eran personalme­nte víctimas, autores o testigos oculares, solo se enteraban de las tropelías a través de rumores, de leyendas blancas o negras. Lo que ocurría en otra parte solo se conocía de oídas. Todavía hacia mediados de nuestro siglo la opinión pública sabía poco o nada de los mayores crímenes de la época. Hitler y Stalin hicieron todo lo posible para mantenerlo­s en secreto. El genocidio era alto secreto de Estado. Y es que en los campos de exterminio no había cámaras de televisión”. Hoy, víctimas y verdugos aparecen en nuestro teléfono móvil y en nuestra tableta, en nuestros televisore­s, a todas horas. Los zombis de toda condición emiten sus mensajes entre la niebla de la actualidad y colocan, sin querer, un espejo ante nuestro estupor discontinu­o. Nosotros podríamos ser –lo fuimos en otros tiempos– ellos.c

Nuestra conciencia se ve interpelad­a por vidas de zombis que compiten por nuestra atención

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