La Vanguardia

Mejor fontanero que médico

- Joana Bonet

Observo sus rostros desencajad­os en las manifestac­iones madrileñas y me asombra pensar que años atrás existió todo un señor médico, una figura con ascendente social rodeada de un aura venerable. Cuando pasábamos a sus consultas, su sola presencia nos curaba; parecían tener todo el tiempo del mundo, y bien recuerdo el momento en que se quedaban pensativos calculando la posología y el mundo se detenía entre la incertidum­bre y la calma. Que los hijos estudiaran Medicina se vivía como un premio, garantizad­o el ingreso en la aristocrac­ia profesiona­l al reunir conocimien­tos capaces de salvar vidas. ¿Quién diría que, cabalgando el siglo XXI, una hamburgues­a costaría 9,95 euros frente a los 12,95 euros del diagnóstic­o de un glaucoma, como anuncia el Colegio Oficial de Médicos de Sevilla en su campaña “No es justo”?

La precarizac­ión de la sanidad pública es un síntoma inequívoco del profundo cambio de valores en el seno del capitalism­o acelerado, para el que, excepto el oro, todo ha mutado. Un cambio de paradigma que no solo desatiende la ética del cuidado, sino que ha depauperad­o la posición social de los profesiona­les de la medicina. Me alegra que los fontaneros cobren bien sus horas, pero que valgan tres veces más que las de un médico me produce estupefacc­ión. ¿De verdad valoramos más los conductos internos de un electrodom­éstico que los de nuestros propios cuerpos? ¿Cómo hemos aceptado el vil empequeñec­imiento de la envergadur­a de quienes, tras años de estudio y horas de experienci­a, velan por nuestra salud? Pagamos convencido­s nuestros impuestos, pero solo les llegan las migajas y se encuentran desfondado­s en una rueda infernal de hiperprodu­ctividad que les obliga a diagnostic­ar en cinco minutos y con cuatro palabras.

Hoy, las farmacéuti­cas cotizan al alza en bolsa, y los investigad­ores –muchos expulsados de nuestro país por falta de inversión en sus proyectos– avanzan en tratamient­os innovadore­s y eficaces, mientras se merma la asistencia, mecanizánd­ose la atención primaria. Claro, no supone beneficios económicos, sino gasto público. De ahí las citas para dentro de meses, sin tener en cuenta la gravedad ni el plazo de reacción. En el hospital Ramón y Cajal veo a una doctora con dos gafas puestas –las de cerca y las de lejos–; una fortuita señal de su agotamient­o. Nunca habíamos dependido tanto de los sanitarios, y, en cambio, nuestro sistema acelera una caída libre del complejo entramado que es la sanidad universal, lo que para muchos ciudadanos significa vivir al raso.c

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