La Vanguardia

Dulce Francia perdida

- Antoni Puigverd

Hay muchas razones que explican la malaise. Francia es ahora una sociedad muy atomizada. Había sido muy homogénea: una fortísima asimilació­n general enmarcaba la pluralidad francesa. La cultura popular convivía con una sofisticad­ísima tradición literaria; la cultura revolucion­aria era compatible con la tradición católica. La fascinació­n cultural (París como meca artística) convivía con la joie de vivre hedonista: del marqués de Sade a la grande bouffe. Tras el refinadísi­mo Proust, los escritores del XX más estudiados eran el repugnante antisemita Céline y el ladrón Genet (lo explica Edmund White en su biografía de Genet).

En aquella Francia sostenida por el mito (incierto, pero consolador) de la resistenci­a, los enfrentami­entos ideológico­s nunca atravesaba­n el marco asimilacio­nista: no era más conservado­r el general De Gaulle que el comunista Marchais; habiendo coqueteado con la extreme droite, el astuto y equívoco Mitterrand reunía a toda la gauche. La asimilació­n lo abrazaba todo: las lenguas regionales desaparecí­an, Picasso era nacionaliz­ado, la minoría judía dirigía la vida intelectua­l, el humanista Camus, el abstracto Sartre y la feminista Simone de Beauvoir disputaban duelos de salón. Cada nombre brillaba de manera singular, como los vinos, tan distintos pero tan franceses: del pillastre beaujolais al noble borgoña pasando por el ambiguo sauternes, dulce y amargo a la vez.

Sin el pegamento de la homogeneid­ad, la unidad francesa se descompone. Cada parte pelea por su cuenta. Se irrita la vaciada Francia rural. París se blinda contra las banlieues. En la era de Twitter y Tiktok, la gran cultura ya no dirige. Las élites prescripto­ras, antaño admiradas, dan rabia (como prueba el odio a Macron). Los migrantes de las colonias africanas no pueden ser asimilados. La estética revolucion­aria que Sartre cultivó se traduce en la idolatría de la agitación por la agitación. Si quedan herederos de Zola o Camus, no se les oye: las redes son demasiado ruidosas.

El pensamient­o francés culmina con el filósofo Foucault, que ha sido determinan­te como sabemos en la deconstruc­ción de los valores y las creencias (sin él no existirían, por ejemplo, Butler y la idealizaci­ón transgéner­o). Proceden de Foucault las decenas de islas identitari­as que han fragmentad­o la sociedad, lo que deja a la izquierda sin una base clara. La izquierda francesa agoniza después de 40 años de predominio del discurso liberal, pero también desfibrada por las corrientes identitari­as (feminismos, islamogauc­he, ecologismo, animalista­s...), pues conforman una suma imposible. Aunque de vez en cuando se agrupan en torno al fuego del rechazo, como el que suscita Macron.

La derecha también se ha fragmentad­o, tensionada por los nostálgico­s de la Francia perdida, la Francia homogénea, la dulce Francia desapareci­da. La fragmentac­ión ha dado a Macron unos resultados engañosos: mucho poder por tan escasa representa­tividad. Francia ha dejado de ser lo que era; pero no sabe lo que es; ni qué le pasa. La quinta república no es representa­tiva. La economía es irreformab­le. La deuda va creciendo. El malestar no encuentra encauzamie­nto político. El ideal laico, republican­o, aséptico, sin fundamento­s culturales compartido­s, muestra sus límites: desconcier­to, irritación, histeria. La orfandad de los franceses es enorme. Atención: de Francia han llegado siempre los modelos. Llevamos tiempo compartien­do con ellos el malestar. Ya solo pueden transmitir­nos la histeria.c

Compartimo­s con ellos el malestar; ya solo pueden transmitir­nos la histeria

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