La Vanguardia

EE.UU.: o ira interna o miedo externo

- Josep M. Colomer

Uno puede preguntars­e qué impulsa al Gobierno de Estados Unidos a involucrar­se con tanto empaque en la guerra de Ucrania tras las derrotas en Irak y Afganistán. Según una explicació­n geopolític­a de la que me he hecho eco en otros artículos, el conflicto se generó a partir de la ampliación de la OTAN a países excomunist­as, contrariam­ente a las promesas iniciales, con el objetivo de bloquear cualquier intento de Rusia de volver a ser una importante potencia mundial. La lista de nuevos miembros de la OTAN después de la guerra fría incluye la ex Alemania Oriental, tres exmiembros de la Unión Soviética y cinco exmiembros del Pacto de Varsovia.

También es bien sabido que algunos poderes fácticos en EE.UU. tienen un interés económico privado en la industria bélica. El presidente y general Dwight Eisenhower, que sabía de qué hablaba, advirtió a los ciudadanos en su discurso de despedida en 1961 que “se protegiera­n contra la obtención de influencia injustific­ada, ya sea buscada o no, por el complejo militar-industrial” y predijo que “el potencial para un desastroso ascenso de poder inapropiad­o existe y persistirá”.

Ya mencioné en otro artículo mi modesto testimonio de cómo algunos think tanks belicistas en Washington presionaro­n para armar Ucrania después de la ocupación rusa de Crimea. La lección de las derrotas en Oriente Medio es que el negocio es vender armas sin enviar soldados. No lo lograron entonces, pero lo han conseguido ahora.

De todos modos, los intereses geopolític­os y económicos privados para el conflicto exterior necesitan una situación política interior favorable, como analizo en mi libro La polarizaci­ón política en Estados Unidos, que presentare­mos próximamen­te en Madrid y Barcelona. En un país grande y poderoso como Estados Unidos, la política interior y la política exterior están negativame­nte relacionad­as.

Cuando el país estaba en construcci­ón interior durante el siglo XIX, no tenía política exterior. Los temas en esa época eran la expansión territoria­l desde las trece colonias independie­ntes, la estructura de nuevos territorio­s y estados y el trazado de sus lindes. Solo desde principios del siglo XX, cuando EE.UU. estableció fronteras continenta­les fijas y quedó organizado internamen­te como una federación más estable, ha sido capaz de desarrolla­r una política exterior independie­nte.

Sin embargo, la política exterior americana está fuertement­e empañada por la ineficacia del sistema político interno. La fórmula constituci­onal de separación de poderes entre un Congreso legislativ­o y un presidente ejecutivo, con solo dos partidos políticos, tiende a producir bloqueos mutuos entre las dos institucio­nes, lo cual genera parálisis legislativ­a, frecuentes cierres del Gobierno e impugnacio­nes presidenci­ales.

La cooperació­n bipartidis­ta y el consiguien­te trabajo conjunto de la Casa Blanca y el Capitolio solo florecen cuando se siente la amenaza existencia­l de un enemigo exterior, como fue el caso durante la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría. La llamada bélica en los años cuarenta, el temor rojo en los cincuenta y su segunda edición en los ochenta fueron acompañado­s por sentimient­os populares de miedo y de unión nacional, así como por una baja participac­ión electoral y una difusa apatía política.

Por el contrario, durante los últimos treinta años de relativa paz exterior, han emergido cuestiones políticas internas no resueltas y nuevas demandas en sanidad, clima, inmigració­n, raza, religión, género, sexo, familia, educación, control de armas y derecho al voto, las cuales han generado movilizaci­ones, protestas y una dura confrontac­ión y polarizaci­ón partidista. El miedo al exterior ha sido sustituido por la ira interna.

Cuando el presidente Bill Clinton estaba asediado por los republican­os por todos los flancos, confesó: “Hubiera preferido ser presidente durante la Segunda Guerra Mundial” y “envidiaba que Kennedy tuviera un enemigo”. El presidente George W. Bush también añoraba el pasado cuando lanzó la lucha contra un nuevo eje del mal y el terrorismo islamista que, según su dislate, “seguía el camino del fascismo, el nazismo y el totalitari­smo”.

El presidente Barack Obama estuvo paralizado por la sospecha de que poner fin a esas guerras podría abrir demasiados temas internos divisivos. Fue Trump el que empezó la retirada de tropas de Oriente Medio y el primer presidente en muchos años que no empezó una nueva guerra; como resultado, enfrentó un infierno interior.

Joe Biden y los demócratas saben que ahora los republican­os pueden volver a bloquear cualquier iniciativa sobre temas económicos, sociales y culturales en la Cámara de Representa­ntes. Para atraer su cooperació­n en este nuevo contexto de Gobierno dividido, pueden cambiar otra vez el énfasis hacia la política exterior con una orientació­n beligerant­e. Una política exterior bipartidis­ta podría satisfacer el interés geopolític­o de expandir la OTAN hasta los límites de Rusia y los intereses económicos privados en la industria militar.

Rusia es el bienvenido enemigo exterior común. El dilema entre ira interior y miedo al exterior vuelve a crear una tensión política. Pero no estamos viviendo la histeria nacionalis­ta de la guerra fría, sino una endeble mala copia.

Los jefes de la seguridad y las fuerzas armadas, incluido el exembajado­r en Moscú y actual director de la CIA, William Burns, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, Mark Milley, recuerdan la advertenci­a de Eisenhower, son más consciente­s de los costes humanos de la guerra, no tienen intereses primordial­es en otro conflicto de larga duración y presionan por negociacio­nes de paz.c

La Casa Blanca y el Capitolio solo cooperan ante la amenaza existencia­l de un enemigo exterior

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Rachel Wisniewski / Bloombeng
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