La Vanguardia

Oda al bolso Uniqlo

- Begoña Gómez Urzaiz

La freidora de aire, las mallas con paneles transparen­tes, la botella de agua rellenable, la tabla de paddle surf hinchable. Cada microépoca tiene unos objetos que la amueblan y la explican que, por lo que sea, solucionan unas necesidade­s nuevas y específica­s y se hacen de pronto necesarios para mucha gente. Hay uno que ha estado colonizand­o pechos y espaldas este invierno y seguirá haciéndolo sin duda durante el verano: la bolsa de nailon de la marca Uniqlo –que no patrocina esta columna–. Es (muy) ligera y sorprenden­temente capaz, está disponible en ocho colores y cuesta 19,90 euros, pero a menudo (ahora mismo) la rebajan a 14,90.

Además de ser práctica, genera una especie de afectivida­d y quienes la usan solo quieren hablar de ella. “Por favor, hazlo”, me pidieron todas las integrante­s de esta comunidad secreta cuando les dije que iba a escribir sobre nuestra riñonera. “Cabe de todo, hasta un libro”. “Es como el bolso de Doraemon”, “como el de Mary Poppins”. “La tengo en cinco colores y me voy a comprar la rosa”.

La bolsa de nailon de Uniqlo ocupa parte del espacio simbólico que dejan las tote bags.

Este otro objeto se ha definido como el uniforme del precariado cultural, el símbolo que acarrean las personas que sospechan que no cobrarán una buena pensión, o quizá ninguna. Son, además, tote bags, o sea elementos que sirven para presumir e identifica­rse. Yo estuve en ese festival, yo me suscribí durante 12 semanas a The New Yorker.

Pero las bolsas de tela han llegado a su pico. Todos tenemos demasiadas. Las bonitas y las feas. Las prestadas, las olvidadas y las que se acumulan, en un ovillo poco sostenible, dentro de otra tote bag. Además, se escurren hombro abajo y se llevan mal con los abrigos.

Frente a ellas, la bolsa Uniqlo se presenta como un accesorio sin género ni sello, que deja los brazos libres para meterlos en los bolsillos o cargar aún más cosas. Antes de tener la mía, en amarillo, le regalé una a una amiga que se disponía a cambiar de vida y se estaba deshaciend­o de sus bolsos serios. Cuando la volví a ver, ya tenía dos más, y había abrazado con gusto su nueva incertidum­bre.

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