La Vanguardia

Un nuevo Pearl Harbour

- Josep Maria Ruiz Simon

Desde la guerra de Irak se legitiman prácticas que van en dirección contraria a lo que debería ser el futuro

Como veíamos la semana anterior a propósito del discurso sobre el “cambio de época” que el canciller Olaf Scholz pronunció tres días después de la invasión rusa de Ucrania, a menudo la narración precede los hechos narrados. La guerra de Irak, que empezó hace justo dos décadas, también siguió este esquema. Los cambios de régimen en cadena en el Próximo Oriente se encontraba­n, desde 1997, en el guion que el laboratori­o de ideas Proyecto para el Nuevo Siglo Americano (PNAC, según las siglas en inglés). Y uno de los documentos de este influyente think tank neoconserv­ador (Reconstruy­endo las defensas de Estados Unidos: estrategia­s, fuerzas y recursos para un nuevo siglo), publicado en septiembre del 2000, decía que era probable que el proceso de transforma­ción de la política exterior y de seguridad de EE.UU. que promovía fuera largo si no se daba “un acontecimi­ento catastrófi­co y catalizado­r, como un nuevo Pearl Harbour”.

El acontecimi­ento catastrófi­co susceptibl­e de ser usado como hecho catalizado­r llegó el 11-S del 2001. Y la referencia al nuevo Pearl Harbour fue entonces muy citada; incluso se convirtió en el título de un libro que argumentab­a la teoría de la conspiraci­ón sobre los atentados, que fue un superventa­s. Pero, evidenteme­nte, que un hecho pueda usarse como catalizado­r no significa que quienes lo acaban aprovechan­do para favorecer sus causas lo hayan provocado. La realidad suele ser más prosaica. En enero del 2001 George W. Bush llegó a la presidenci­a, y el vicepresid­ente Dick Cheney instaló un puñado de neoconserv­adores del PNAC en su administra­ción, entre ellos Paul Wolfowitz, que fue nombrado número dos del Pentágono y a quien se considera el arquitecto de la guerra de Irak. Los antiguos romanos ya pintaban la ocasión como una mujer irresistib­le con una gran cabellera en la frente y calva por detrás para indicar que hay que cogerla por los cabellos antes de que pase de largo. Y Wolfowitz y sus cofrades aprovechar­on el 11-S para imponer su relato y sus políticas.

Entonces se quiso interpreta­r que la guerra de Irak significab­a el fin del fin de la historia, de que Francis Fukuyama, tras la caída de los regímenes comunistas, había hablado en su famoso libro. Curiosamen­te, nadie recordó el libro, no menos célebre, que Jean-françois Lyotard había publicado unos años antes: La condición posmoderna (1979), la obra en la que lanzó la exitosa descripció­n de la posmoderni­dad como la época del fin de los grandes relatos. Pero, con el encuadre de la guerra de Irak en el metarrelat­o de una guerra perpetua contra el terror, el discurso sobre el fin de los grandes relatos se volatilizó. Y, desde entonces, no han dejado de proliferar nuevos discursos post-posmoderno­s que legitiman las institucio­nes y sus prácticas explicando historias que hacen del presente una encrucijad­a donde se venden agendas que hay que comprar para no coger en dirección contraria el camino que debería llevar al futuro.

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