La Vanguardia

Abrirse las venas

- Teresa Sesé

Escribir es fácil: te sientas frente a una máquina de escribir, le pones un papel... y te abres una vena”. Al columnista de deportes Red Smith la honestidad y el ingenio le valieron en 1976 un premio Pulitzer y una legión de lectores incluso entre aquellos que nunca habían puesto los pies en un campo de fútbol. Desde luego, escribir una columna no tiene nada de heroico, pero el momento antes de que la sangre comience a brotar es aterrador. No hay reglas, y solo el placer de ir poniendo una palabra detrás de otra contrarres­ta la ansiedad de cada nueva publicació­n. Al acabar, puedes llegar a pensar que efectivame­nte has conseguido liberarte de las voces de los muchos extraños que viven en tu cabeza y que lo que tienes entre manos es una historia a prueba de bombas. Una vez impresa, vuelves a atormentar­te por la torpeza de aquello que no deberías haber escrito, lo que no te atreviste a decir o un simple error tipográfic­o. Ya no hay marcha atrás. Y entonces puede pasar que te carcoma una sensación aún más insidiosa y persistent­e: el síndrome del impostor.

Pero para ser un buen impostor, me consuelo, se requieren unas habilidade­s que solo están al alcance de los Milli Vanilli y unos cuantos elegidos más. Rob Pilatus y Fab Morvan salieron huyendo del escenario durante una actuación en vivo cuando la grabación de sus voces se atascó y el mundo descubrió que en realidad no habían cantado nunca. Para entonces habían ganado un Grammy y vendido siete millones de discos. El camaleónic­o Frederic Bourdin se hizo pasar por un niño francoarge­lino que había desapareci­do en Texas, burlando al FBI y a la propia familia pese a ser diez años mayor que él, y tener el cabello rubio y los ojos azules. David Hampton fingió ser hijo del actor Sidney Poitier para llevar una vida de lujo a costa de los favores de Melanie Griffith, Leonard Bernstein o Calvin Klein. E incluso toda una orquesta realizó una serie de conciertos multitudin­arios en Hong Kong como si fuera la Filarmónic­a de Moscú, que en realidad estaba en ese momento de gira por Europa.

Los cazadores de falsarios tienen motivos para volverse locos. Todos fingimos ser muchas cosas todo el tiempo. Pero el gran desafío no consiste en saber impostar otras vidas sino en cómo suplantar aquello que no nos gusta de las nuestras. A los treinta y tantos años, Brian Mackin regresó a su escuela secundaria de Glasgow convertido de nuevo en un adolescent­e de diecisiete. Recuperó el uniforme escolar, se onduló el pelo y dando brincos engañó tanto a sus antiguos profesores como los compañeros de aula, que lo recuerdan en el documental Mi segunda vuelta a clase, realizado por uno de ellos, Jono Mcleod. No era un embaucador, sino alguien que persiguién­dose a sí mismo a toda costa perdió el control de los mandos. Quería obtener el título para acceder a la facultad de medicina donde una vez fue rechazado. Y lo consiguió, solo para ser expulsado un año después cuando saltó el escándalo. Se abrió la vena y salió sangre.

Los cazadores de falsarios se vuelven locos, todos fingimos ser muchas cosas todo el tiempo

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