La Vanguardia

La ‘vieja’ y la ‘nueva’ Europa, otra vez a la greña

Al igual que sucedió con la invasión de Irak por EE.UU. en el 2003, la guerra de Ucrania y la política hacia China vuelven a enfrentar a la vieja Europa encarnada por Francia y Alemania con la nueva Europa de los países del Este.

- Lluís Uría

Hace dos décadas los norteameri­canos rebautizar­on durante un tiempo las patatas fritas al estilo francés –conocidas en inglés como french fries, para diferencia­rlas de las chips– como Freedom fries. Estaban rabiosos contra Francia por su negativa a secundar a Estados Unidos en la invasión de

Irak en el 2003, una guerra justificad­a sobre una escandalos­a falsificac­ión –la pretendida posesión de armas de destrucció­n masiva por el régimen de Sadam Husein– que tuvo consecuenc­ias catastrófi­cas. La invasión destruyó el país y causó cientos de miles de muertos. Y el balance de la apuesta geoestraté­gica de Washington fue calamitoso: empujó a Irak bajo la influencia de Irán y alumbró el terrorismo de Estado Islámico.

El entonces ministro francés de Asuntos Exteriores, Dominique de Villepin, advirtió contra la intervenci­ón militar en un célebre discurso pronunciad­o en el Consejo de Seguridad de la

ONU el 14 de febrero. Poco después el presidente Jacques Chirac confirmó la decisión de Francia de utilizar su derecho de veto para negar todo amparo legal a la invasión. El gesto francés no impidió la guerra, pero le granjeó la hostilidad de la Administra­ción norteameri­cana. El vicepresid­ente

Dick Cheney calificó la actitud francesa de “crimen imperdonab­le”.

La guerra de Irak también rompió la unanimidad europea. Con Francia y Alemania a la contra, el Reino Unido y –más sorprenden­temente– España decidieron sumarse a la aventura bélica de EE.UU. (José María Aznar, por cierto, es el único dirigente occidental que sigue sin admitir que se equivocó). Aunque fuera solo a título testimonia­l, a los dirigentes británico y español se sumaron los de Dinamarca, Italia, Portugal, así como Chequia, Hungría y Polonia, en la firma de un artículo conjunto en el Times el 30 de enero en defensa de las tesis norteameri­canas. Exasperado, Chirac criticó duramente a los firmantes, en especial a los países del Este recién incorporad­os a la UE: “Esos países –dijo– han sido muy poco educados y un poco inconscien­tes de los peligros que comporta un alineamien­to demasiado rápido con las posiciones americanas. Han perdido una buena ocasión de callarse”.

Ahí nació la dicotomía entre las dos Europas. El jefe del Pentágono, Donald Rumsfeld, la ilustró confrontan­do la Europa encarnada por Alemania y Francia, una “vieja Europa” supuestame­nte caduca, con una nueva Europa emergente “cuyo centro de gravedad bascula hacia el Este”. En vísperas del ataque a Irak, los antiguos países del bloque comunista aparecían como los aliados más fieles a EE.UU. Veinte años después, con el telón de fondo de la guerra desencaden­ada por Rusia contra Ucrania y las tensiones con China en torno a Taiwán, lo vuelven a ser.

En una visita a Washington la semana pasada, el primer ministro polaco, Mateusz Morawiecki, recuperó esta división para sacar pecho: “La vieja Europa creía en un acuerdo con Rusia y la vieja Europa fracasó. Pero hay una nueva Europa –una Europa que recuerda lo que fue el comunismo ruso–. Y Polonia es el líder de esta nueva Europa”. Lo cierto es que esa nueva Europa ya no tiene nada de nueva. Es solo un remake de la del 2003. (Otro día habrá que hablar de cómo el régimen ultranacio­nalista y conservado­r de Varsovia, en el punto de mira de la UE por sus derivas antidemocr­áticas, está utilizando la guerra de Ucrania para vindicarse)

La cuestión, hoy como hace veinte años, es si Europa debe tener una voz propia en el concierto mundial o limitarse a hacer de gregario de EE.UU. Y el teatro donde se va a dirimir esta pugna –lo está haciendo ya– es el de las relaciones con China, adonde han viajado en las últimas semanas rodeados de enormes suspicacia­s el canciller alemán, Olaf Scholz; el jefe del Gobierno español, Pedro Sánzhez, y el presidente francés, Emmanuel Macron.

En una entrevista publicada el día 9, al regreso de su viaje a Pekín, Macron reivindicó una vez más la “autonomía estratégic­a” de Europa y llamó a “no hacer seguidismo” de EE.UU. en la cuestión de Taiwan, así como a evitar la “lógica de los bloques” en relación con China (algo que lógicament­e irritó sobremaner­a en Washington). El primer ministro polaco no desaprovec­hó la ocasión de enmendarle la plana: “En lugar de construir una autonomía estratégic­a respecto a Estados Unidos, yo propongo una asociación estratégic­a con Estados Unidos”.

Francia siempre ha sido muy celosa de su soberanía en materia de política internacio­nal y de defensa (algo que querría extender a la UE). Y siempre ha marcado distancias con su aliado norteameri­cano. Es una tónica constante desde que el general De Gaulle decidiera en 1966 abandonar la estructura militar integrada de la OTAN (a la que Francia regresó en el 2009, dejando al margen su fuerza de disuasión nuclear) y cerrar las bases estadounid­enses en su territorio. El rechazo a la invasión de Irak en el 2003 lo confirmó ampliament­e.

Mal que le pese a la nueva Europa, no parece que esta tónica vaya a cambiar. La estrategia de confrontac­ión de EE.UU. hacia China no convence en París. Ni en otras capitales. Ya lo apuntó en el 2011 en sus memorias el desapareci­do presidente Jacques Chirac: “Muchos se inquietan en Occidente de sus presuntos objetivos expansioni­stas. Pero hay menos que temer, en mi opinión, de viejas civilizaci­ones profundame­nte pacíficas y con vocación universali­sta, como China, que de grandes potencias desprovist­as de los mismos referentes y preocupada­s por imponer su punto de vista por la fuerza”.

En el 2003, Chirac censuró a los países del Este recién incorporad­os a la UE su alineamien­to con EE.UU.

Hoy, el premier polaco enmienda a Macron sobre China presentánd­ose como “líder de la nueva Europa”

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Mario Tama / Getty Dominique de Villepin durante su intervenci­ón en la ONU contra la guerra de Irak, en el 2003
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