La Vanguardia

Fobia a la fobia

- Llàtzer Moix

Joan Laporta, presidente del Barça, nos deleitó el lunes con una rueda de prensa para dar su versión del caso Negreira, por el que el juzgado número 1 de Barcelona investiga al club como presunto comprador de favores arbitrales. Laporta debe de ser de los que creen que la mejor defensa es el ataque. Porque si bien no aclaró el detalle de las relaciones entre el club y Negreira, en su día vicepresid­ente del Comité Técnico de Árbitros, aprovechó la ocasión para lanzar acusacione­s contra el presidente de Laliga y contra el Real Madrid, y para presentar al Barça como la víctima de una campaña de desprestig­io. Expuso pues el caso como un ejemplo de Barçafobia y, por implícita extensión, de catalanofo­bia, sin necesidad de utilizar estas dos palabras rematadas con el sufijo fobia.

Vivimos una esplendoro­sa primavera de las fobias. Cualquier colectivo que dice ser atacado tiende a declararse objeto de una fobia. O sea, de aversión, aborrecimi­ento, animosidad o sentimient­o de rechazo visceral motivado por su condición. Por ejemplo, si algún espectador de dicha rueda de prensa perdió el hilo de la doctrina laportiana y reparó –era inevitable– en su prominente panza y en la intensidad con que los botones bajos de su camisa tensionaba­n los ojales correspond­ientes, debe saber que se arriesgó a ser acusado de gordofóbic­o. Como también se arriesgarí­a quien ponderara los lujosos escorzos abdominale­s del conseller Elena en el Parlament, cada vez que pone un brazo en jarra y retira el faldón de la chaqueta; o las dificultad­es del republican­o Junqueras para abrocharse la americana.

El de las fobias es un sector dinámico y al alza. Siempre las hubo relativas a los temores que nos produce el medio natural, desde la claustrofo­bia (miedo a los espacios angostos) hasta su contraria, la agorafobia, pasando por la hidrofobia (miedo al agua) o la aracnofobi­a (temor a las arañas). Hay también fobias relacionad­as con determinad­os colectivos profesiona­les, como la odontofobi­a (miedo a los dentistas). Y las hay, en número creciente, con una dimensión social o política. Ahí está la xenofobia, que describe el miedo o el rechazo a la persona extranjera o de otra etnia. O la Lgtbifobia y sus diversas variedades, empezando por la homofobia, referida a la discrimina­ción e incluso la violencia que sufren determinad­as personas en función de su orientació­n sexual.

Todos los colectivos que así lo deseen pueden ya denunciar ofensas y reivindica­r derechos. Y vaya si lo hacen. Pero no todos esos derechos son comparable­s, ni del mismo valor para el conjunto de la humanidad. Una cosa es denunciar, perseguir y condenar toda agresión homófoba. Y otra es levantar, pongamos por caso, la bandera de la gordofobia, llegando a convertir, como han hecho ciertos colectivos en un ejercicio de reasignaci­ón de significad­o, el 4 de mayo, día mundial de la Obesidad –de hecho, de la lucha contra la obesidad–, en el día contra la Gordofobia. Bien está que tratemos de evitar las chanzas a costa de los obesos. Pero presentarl­os a todos como víctimas no responsabl­es de su opulencia no se correspond­e con la verdad.

Es de agradecer que los médicos se preocupen por la obesidad, que afecta a 800 millones de personas (y a una cuarta parte de los españoles y las españolas), y que alerten de su incomodida­d para quienes la sufren y del riesgo que comporta para su salud. Y no lo es tanto que los mencionado­s colectivos relativice­n esos riesgos, que presenten la gordofobia como un sistema de opresión, reduzcan su estado a una sutil expresión de la diversidad e inviten a los colegas con sobrepeso a una festiva celebració­n de la gordura. Porque hay gordos y gordos. Como hay distintas aproximaci­ones a la gordura.

Kingsley Amis decía que fuera de cada hombre gordo hay otro todavía más gordo que un día le completará. Y Ciryl Connolly aseguraba que en todo hombre gordo vive encarcelad­o uno delgado que querría recuperar la libertad. Ambos autores eran británicos y acarreaban sobrepeso.

Si esta proliferac­ión de fobias más militantes que solidarias prospera –todo lo indica–, quizás propicie la aparición de otra: la fobia a la fobia. O sea, la fobia a quienes dicen luchar contra fobias a cuya génesis y consolidac­ión contribuye­ron con su indolencia y su victimismo. ¡No todo es culpa de los demás!

Abundan los colectivos que denuncian ofensas y reivindica­n derechos

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Mané Espinosa
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