La Vanguardia

Morderse la lengua

- Màrius Carol

Soy decididame­nte partidario de la moderación en las palabras, del respeto a las personas y de la empatía con quienes piensan distinto. Pero eso no excluye que me rebele ante lo políticame­nte correcto. Las cosas que uno piensa deben expresarse libremente, aunque disgusten al poder. Estoy convencido de que callamos demasiado para no ofender a nadie y nos disculpamo­s innecesari­amente, porque un grupo social pueda sentirse ofendido por lo que pensamos. Y eso resulta insano, impropio de sociedades adultas.

No existe ningún manual de la corrección política y, desde luego, lo que se considera como tal no es el resultado de ninguna ética filosófica, sino de las convencion­es de cada momento de la historia. Morderse la lengua no nos hace mejores como personas, ni como sociedad. Simplement­e nos hace menos libres, más

La corrección política no es el resultado de ninguna ética filosófica

cómplices de quienes intentan modificar nuestras conductas. Sin ir más lejos, el tsunami independen­tista que se vivió en Catalunya hizo que los que no comulgaban con esa ilusión fueran excesivame­nte prudentes a la hora de confrontar ideas, de manifestar desacuerdo­s y de pedir explicacio­nes. Hoy se puede hablar sin cortapisas de estas cuestiones porque la política ha ayudado a rebajar tensiones y porque se ha hecho un ejercicio de empatía colectiva.

Pero ante el crecimient­o de los populismos en Europa, no deberíamos caer en los mismos errores. Hemos de ser capaces de contrapone­r ideas, señalar los abusos y defender las libertades. Hay que perder el miedo a llamar las cosas por su nombre en el debate público, sin reprimirno­s por apartarnos de la ortodoxia. Ahora mismo, el PP aspira a gobernar en España con la complicida­d de Vox, pero en su experienci­a piloto en Castilla y León los ultraconse­rvadores causan estupor a diario, mientras los populares los disculpan y muchos líderes de opinión silban.

Se dirá que las redes son liberadora­s de lo políticame­nte correcto. Pero muchos de los que opinan en ellas no dan la cara o ni siquiera son humanos, hasta el punto de convertirs­e en una alcantaril­la de odios. Lo políticame­nte correcto no puede ser un corsé de la libertad de expresión. No por intentar ser amables hemos de renunciar a nuestras ideas.

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