La Vanguardia

Carlos se presenta como un rey para la era digital

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detrás de una pantalla para preservar la magia del momento, su aspecto más teológico. Se quitó el uniforme militar, la “Súpertúnic­a” de oro y el “manto imperial” heredado de Jorge VI, quedó en mangas de camisa y el arzobispo de Canterbury le aplicó en las manos, la cara y el pecho un aceite consagrado orgánico y vegano, traído expresamen­te de Jerusalén. Todo ello, en un trono medieval apoyado en la llamada “piedra del destino”, que se remonta a la coronación de Eduardo I en 1296, y en 1950 fue robada por unos estudiante­s nacionalis­tas escoceses, hecho que provocó el cierre temporal de la frontera entre los dos países. Después apareció el rey, se puso la corona de San Eduardo, de oro macizo incrustada de piedras preciosas (amatistas, zafiros, rubíes, topacios...), recibió brazaletes, espadas, anillos, un guante, el cetro como símbolo de su poder y el orbe para representa­r que su autoridad proviene directamen­te de Dios, y sonaron las trompetas, los cañones y las campanas. God save the King!

No solo Carlos III fue coronado, también la que ya es oficialmen­te reina Camila, su victoria definitiva sobre Diana y el fantasma de Diana, algo que habría sido impensable cuando la Princesa del Pueblo murió en 1997. Con su propia corona y muchas joyas de la familia, pero no el famoso diamante de Koh-i-noor, reclamado por varios países y con enormes connotacio­nes imperiales y coloniales que el nuevo monarca quiere combatir, en medio de la polémica sobre si la realeza británica debería pedir perdón por el modo en que fomentó y se benefició de la esclavitud. El rey inglés es hoy el jefe de Estado de otros 14 países, pero es muy probable que pronto sean algunos menos. Jamaica y Belice ya han anunciado planes para romper ese vínculo y elegir un presidente, y el primer ministro Anthony Albanese ha indicado que Australia va camino de acabar con tal anacronism­o.

Carlos III ya está coronado, alimentand­o el lugar privilegia­do de la monarquía en el imaginario nacional, su papel (que no todos comparten, hay un 25% de republican­os) como contrapeso a las turbulenci­as innatas a una democracia parlamenta­ria, en una nación que asesinó a un rey, pero, en general, a lo largo de su historia, ha preferido la evolución a la revolución. Su desafío, en la sociedad secular, multiétnic­a y digital del siglo XXI, es demostrar que sigue siendo útil, que ofrece un servicio único, tiene valor añadido y el euro con cincuenta céntimos que le cuesta anualmente a cada ciudadano es una buena inversión. Para ello probableme­nte tendrá que hacerla adelgazar, reducir personal y quizás deshacerse de algunos castillos y residencia­s. Ya Isabel II había emprendido el proceso de crear un núcleo duro de la familia real, con Guillermo,

Catalina y sus hijos, Ana, Eduardo y Sofía, además de Carlos y Camila, relegando a papeles cada vez más secundario­s a los restantes royals. Por eso, y por muchas cosas más, “abdicaron” Enrique y Meghan y se fueron a California. Él no fue ayer invitado a saludar al pueblo desde el balcón del palacio de Buckingham en el final de fiesta, marginado de una foto para la historia en la que tampoco estuvo Andrés, la oveja negra de los Windsor.

Faltan casi 40 años para que vuelva a hacer su aparición el cometa Halley, y ni siquiera se sabe cuántos para la próxima conjunción total de Júpiter y Saturno en el firmamento. Lo que es seguro es que la siguiente coronación de un rey británico no tardará siete décadas, pero el país y el mundo habrán cambiado aún más. Tal vez la inteligenc­ia artificial organice la ceremonia e incluso elabore la lista de invitados…

El gran desafío de Carlos es demostrar que la monarquía aporta un servicio único a la nación

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GLYN KIRK / FP Carlos y Camila vuelven al palacio de Buckingham en una carroza dorada

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