La Vanguardia

Cuando el pacifismo es fascista

- John Carlin

Vivir con la ambigüedad es sano. Pensarse dueño de la verdad no lo es. Ser consciente­s, tanto en la política como en las relaciones entre amigos, familias o parejas, de que el mundo es confuso y el individuo un misterio es un regalo para la humanidad. Contribuye a la comprensió­n, promueve la convivenci­a, diluye el conflicto, evita la polarizaci­ón…

OK. Ya está. Concluido el sermón de este domingo. Ahora, en parte, a refutarlo.

Vuelvo de un viaje de once días por Ucrania convencido de que hay excepcione­s a mi piadosa regla. Nunca en los treinta años desde que cubrí el ocaso del apartheid en Sudáfrica he tenido una sensación de mayor claridad moral, de estar más en posesión de la verdad, de entender un conflicto más en blanco y negro, de carecer de toda ambigüedad. Bueno, un poquito de ambigüedad, nada más.

No voy a decir que en la guerra de Ucrania el Gobierno del presidente Volodímir Zelenski representa el bien en su más absoluta expresión, igual que no pensé en su día que el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela era impoluto. Pero sí voy a decir que la tiranía que preside Vladímir Putin representa el mal.

Será por eso que ya extraño Ucrania y siento ganas de volver. No, nada que ver con una perversa atracción por el peligro. Ni por el deseo de presenciar el dolor de un país en el que todos tienen conocidos que han muerto, o corren el inminente riesgo de morir, en una guerra cuyo único sentido deriva del impulso imperialis­ta de un cínico acomplejad­o, que le da cero valor a la vida de los demás. Si quiero volver es porque, cuando pienso ahora en Ucrania, pienso en un pueblo heroico, unido por una causa universal, la defensa de la libertad. Sentirse parte de eso, aunque sea de manera fugaz, ennoblece la vida y le da más intensidad.

No por esto voy a caer en la tentación de decir que las causas que nos consumen aquí en la mansa Europa Occidental son banales. Doy gracias por vivir aquí. Precisamen­te la relativa inocuidad de nuestros debates públicos es lo que los ucranianos aspiran un día a tener. Valoran más que nosotros la suerte de poder resolver problemas con palabras en vez de balas. Hoy en Ucrania no pueden, pero desearían conocer la ambigüedad en el discurso político, discrepar del rival, no odiarle.

Mientras, estoy con los ucranianos en el odio que sienten hacia Putin y el amoral nihilismo de su guerra. Me sería inconcebib­le tener amigos que lo apoyen. Me sería imposible incluso sentarme a hablar con ellos. Como cualquiera que me conoce sabe, yo estoy en contra del Brexit en el Reino Unido, de Trump en Estados Unidos. Pero puedo hablar con gente que celebra la decisión británica de salir de la Unión Europea y con los que consideran que Trump es digno de ocupar la Casa Blanca. Tengo amigos brexiteros, tengo amigos que votan por el Partido Republican­o. Aquí en Catalunya, tan polarizada ella, nos dicen, tengo tantos amigos indepes como antiindepe­s.

Pero si uno de ellos –brexitero, republican­o, puigdemont­ista– se declara a favor de la invasión rusa de Ucrania, me levanto y me voy. Ocuparíamo­s dos universos morales. Intentar encontrar un punto en común con ellos sería tan inútil como intentarlo con un obispo medieval a favor de quemar herejes en la hoguera. Pero tampoco hay que ir tan lejos. Habrá muy pocos fuera de Rusia que hayan aplaudido la invasión. De los que hay muchos en todos lados, tanto en la izquierda como en la derecha, es gente que insiste en que en esta guerra existe una equivalenc­ia de responsabi­lidades entre Putin y Zelenski, Rusia y Ucrania, Rusia y Estados Unidos u Occidente en general.

También me repelen. Tampoco podría intercambi­ar ni una palabra con ellos. Recordemos, hablando de hogueras, la frase de Dante: “Los lugares más oscuros del infierno están reservados para aquellos que mantienen su neutralida­d en tiempos de crisis moral”. Bueno, no hay crisis moral más transparen­te hoy que la de Ucrania. Y decir que la guerra se debe a un fracaso de la diplomacia, o a que la OTAN la provocó, o que hoy sigue porque Estados Unidos y Europa están dando armas a Ucrania es una ridiculez tan enorme como decir que la guerra de Hitler fue culpa del tratado de Versalles, o que los judíos la provocaron, o que duró seis años porque Estados Unidos envió armas a los británicos y, por cierto, a los rusos.

Recordemos lo que dijo el inglés George Orwell en 1942 sobre los pacifistas de su país: “El pacifismo es objetivame­nte profascist­a. Hablamos del sentido común más elemental. Si inhibes el esfuerzo bélico de un bando, automática­mente estás benefician­do al otro”.

El principio se puede aplicar con igual rigor hoy. “No a la guerra”, dicen. Qué bonito. Que se lo digan a Putin, a ver si les hace caso. Decírselo a Zelenski y a sus aliados significa hoy solo una cosa: que Ucrania se rinda y acepte convertirs­e en un títere de Putin, como la oscura Bielorrusi­a.

Nada más llegar a Ucrania hace un par de semanas hablé en un pueblo del sudoeste llamado Sambir con Anna Korbut, una analista política ucraniana que vive en Madrid y había vuelto unas semanas a su país a ver a su familia. Conoce de cerca a los devotos del club antiyanqui, antiarmas, antiguerra. Algunos son sus vecinos. A través de los medios conoce también a los que están más lejos, como Trump en Estados Unidos y Lula en Brasil. ¿Qué les dice?

“Que son colaboraci­onistas de Putin y de los crímenes rusos”, me respondió Anna Korbut, como me podrían haber respondido el 99% de sus compatriot­as. Quizás haya una cierta coherencia, se podría decir, en que la extrema derecha esté con Putin, ya que él es uno de ellos. Por los que Korbut dijo sentir “el más absoluto desdén” fue por aquellos “idiotas” cuya “incapacida­d intelectua­l, falta de empatía y dogmatismo impiden que vean lo que está pasando, mientras a la vez declaran que luchan contra el imperialis­mo”.

“Idiotas” es correcto. Idiotas útiles, agregaría yo, como el correspons­al de The New York Times en Moscú en los años treinta, el ganador del premio Pulitzer Walter Duranty, amigo de Stalin que negó la atroz verdad de la hambruna, el Holodomor “made in Moscú”, que condenó a cuatro millones de ucranianos a morir entre 1932 y 1933. Hay los que ven ambigüedad­es en aquel holocausto. No las hubo. Ni las hay en Ucrania hoy.

Los ucranianos son un pueblo heroico, unido por una causa universal, la defensa de la libertad

Decir que la guerra es un fracaso de la diplomacia, o que la OTAN la provocó, es una ridiculez

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Oriol Malet
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