La Vanguardia

Los diarios de mi madre

- Llucia Ramis

Descubrí los diarios de mi madre más o menos a la misma edad que ella los había escrito. Los leía a escondidas, en el trastero de casa, al final del pasillo, y su vida me parecía mucho más interesant­e que la mía. Contaba que se escapaba por la puerta de atrás con la complicida­d de la cocinera, sin que sus padres lo supieran. Quedaba con amigos (ahora le gustaba este, ahora aquel), comían pipas en la plaza. Leí su ilusión la primera vez que fue de la mano con un chico. Leí su primer beso, descrito con una letra perfecta de Liceo Francés. Esa era la lengua que utilizaba en sus diarios, salvo algún comentario en castellano y el apelativo también en castellano que dedicaba a quien fuera que estuviera escribiend­o, “hija”. Se me paró el corazón al verlo. “ay, hija mía, así estamos”, acababa sus textos. “Bueno, hija, mañana más”.

imaginé que sería una manera de hablar propia de la época, como más adelante podría haber utilizado tía: “Bueno, tía, hasta luego”. Pero resultaba mágico que mi madre, mucho antes de serlo, ya me contara su vida. a mí, su lectora, su hija. nos llamaba para cenar, y yo me lavaba las manos pegajosas de polvo. Disimulaba al sentarme a la mesa, como si no supiera lo que acababa de averiguar. En mi madre ya no veía solo a mi madre, sino también a aquella chica más o menos de mi edad que escribía diarios y cuyos problemas sin demasiada importanci­a se parecían a los míos. La conocía mejor que cuando solo era mi madre.

me sentía un poco culpable. Sabía que los diarios son secretos. De hecho, los míos tenían candado. además, mi madre nos ha inculcado un respeto reverencia­l por la intimidad; la propia y la ajena. Ella jamás fisgonearí­a en nuestros cajones y yo jamás me asomaría a los dispositiv­os de los demás. aquella fue la única vez que leí algo que no era para mí. aunque quizá sí lo fuera.

Tardé en confesar, porque creí que me regañaría. Pero su reacción fue otra. Dijo que, si escribió aquellos diarios, sería para que alguien los leyera. Le pregunté si quería verlos y exclamó: “Uf, no, qué aburrimien­to”.

¿Para quién actuamos cuando estamos solos? ahora que la intimidad peligra tanto como la realidad, será cada vez más difícil que se den encuentros así, cómplices y clandestin­os, entre madres e hijas escondidas en el trastero justo antes de la cena.

Si escribió aquellos diarios, sería para que alguien los leyera

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