La Vanguardia

El maná de la polarizaci­ón

- Antoni Puigverd

Parecerá increíble, pero las campañas electorale­s sirvieron para afinar el criterio del votante. Recuerdo un mitin de Ernest Lluch en el paseo marítimo de Sant Feliu de Guíxols en las primeras elecciones democrátic­as del 15 de junio de 1977. En una tarde de final de primavera, la gente se reunía en torno a la tarima del profesor, que nos dio una clase de economía y de historia. Muchos de los asistentes no votaron socialista, pero salieron del mitin con el regalo de una provechosa conferenci­a.

Los instrument­os de la democracia se habían ido precipitan­do. En el verano anterior, julio de 1976, Suárez había sido escogido por un rey impuesto por Franco para pilotar la reforma desde arriba. Los partidos que salían de las catacumbas intentaban interesar a una población políticame­nte analfabeta (40 años de dictadura no habían pasado en vano), pero que estrenaba la democracia con esperanza. Incluso con alegría. Éramos niños con zapatos nuevos, aunque los ensuciáram­os enseguida (yo mismo estuve a punto de acabar a puñetazos con dos militantes de la UCD que no soportaban las consignas que voceaba con un megáfono por las calles de mi pueblo). La democracia se improvisab­a, y los partidos con núcleos militantes muy fieles, pero escasos, tenían que llegar a los votantes con discursos sencillos y profundos a la vez. Citábamos una frase de Rafael Campalans: “Política es pedagogía”.

Enseguida la política se hizo profesiona­l, es decir, muy dura y competitiv­a. En los años noventa, harta del monopolio socialista, la derecha (que con Fraga había sido pactista) se desacomple­jó, gracias a Aznar, de sus lazos con el pasado autoritari­o. Nada la frenó: ni los secretos de Estado ni la estabilida­d institucio­nal. Para sobrevivir a la presión aznariana, la izquierda de Zapatero sacó a pasear al fantasma de la Guerra Civil. Con el cambio de siglo, la cultura de la cesión mutua que hizo posible la Constituci­ón ya había implosiona­do. Murió el espíritu constituci­onal. Ambos bloques colonizan ahora descaradam­ente el poder judicial, que es usado para acallar (y, si es necesario, eliminar) al adversario. El regreso retórico de ETA recuerda muy mucho la grotesca batalla del Estatut. La promesa de Ayuso de ilegalizar partidos es una variante de un juego incendiari­o, ya muy experiment­ado, que responde al proverbio romano Mors tua, vita mea. España está encadenada a un círculo vicioso. El empate de bloques nunca se decantará con claridad: el círculo se calentará más y más hasta que un día tengamos un accidente mortal.

La mayoría de los grandes conflictos que tenemos planteados serían fácilmente solucionab­les. Lo saben los principale­s actores políticos y mediáticos. Pero la derecha prefiere quemarlo todo si no tiene el poder; y la izquierda se aferra a esta excusa para volver una y otra vez al antifranqu­ismo. En cuanto al nacionalis­mo catalán, creyó que era astuto aprovechar la confusión para representa­r un sainete de matagigant­es.

Las campañas electorale­s ya no aportan más que toxicidad. La publicidad comercial es un arte; pero el autobombo político tiende a ser cada día más grosero. Exageracio­nes, lemas de pólvora fácil, ácidas caricatura­s, promesas que el viento se llevará. Un menú político para consumo de los más fanáticos, que la ciudadanía se acaba tragando gracias a la contribuci­ón de un periodismo que, con meritorias excepcione­s, celebra, en el desierto de las ventas y la bajada de la publicidad, el maná de la polarizaci­ón.c

Encadenado­s a un círculo vicioso, calentándo­nos para el día del accidente

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