La Vanguardia

Gafas y pistolas

- Carles Casajuana

En Estados Unidos, hay abogados que, cuando tienen que defender a un acusado negro, le aconsejan que el día del juicio oral se ponga unas gafas, aunque sean sin graduar y no las necesite, porque han comprobado que los jurados suelen ser más benévolos con los acusados negros que llevan gafas.

La razón no es difícil de imaginar. En el subconscie­nte colectivo estadounid­ense, la imagen de un hombre negro contiene casi siempre un elemento amenazador. Si el hombre en cuestión lleva gafas, este elemento se atenúa: las gafas se asocian más con el trabajo intelectua­l que con la comisión de delitos violentos. Quizás si George Floyd, que hace dos años murió bajo la rodilla de un policía en Minneapoli­s, o Tyre Nichols, el joven negro que en enero fue víctima en Memphis de una paliza mortal de cinco policías –también negros–, hubieran llevado unas buenas gafas de culo de vaso todavía estarían vivos.

En Estados Unidos, la policía mata a tres personas al día, de media. En ocasiones, los agentes actúan en defensa propia. Otras veces, se exceden porque tienen miedo. La mayoría de las víctimas son negras o de otras minorías raciales. Si no fuera tan fácil comprar armas, segurament­e los policías no actuarían con tanta violencia. Todo viene de aquí, porque si la gente no pudiera circular con un revólver en la guantera o en el bolsillo de la americana y los tiroteos no fueran tan frecuentes, los policías no podrían alegar la necesidad de defenderse y sus superiores no sentirían la necesidad de protegerlo­s cuando se excedieran.

Las tensiones raciales, el derecho de los ciudadanos a comprar y llevar armas de fuego y la necesidad de la policía de estar preparada para enfrentars­e a delincuent­es armados, son los ingredient­es de un cóctel explosivo. No debe sorprender­nos que haya muertos una semana sí y la otra también. Cuando el causante de las muertes no es un policía incapaz de controlar los nervios, o poco profesiona­l, o racista, es un loco que se ha comprado un arma y la utiliza como si fuera un juguete.

Hace poco, en Texas, un hombre mató a cinco vecinos que le pidieron que no hiciera ruido porque tenían un bebé y no podía dormir. Poco antes, también en Texas, unas chicas fueron abatidas a tiros porque se confundier­on de coche en un aparcamien­to. En Carolina del Norte, una chica resultó herida porque fue al patio de un vecino en busca de un balón. Son noticias que leemos con una mezcla de estupor y de desinterés: nos dejan perplejos, pero estamos habituados. Ahora hace días que no vemos ninguna, pero todos sabemos que no tardará en encaramars­e alguna a la primera página del diario o a los titulares del telediario.

En la Unión Europea, de media, hay más o menos un homicidio al año por cada cien mil personas. En Estados Unidos, hay cinco y se produce un tiroteo al día con cuatro muertos como mínimo. Las matanzas son tan habituales que a menudo solo son noticia en el estado en que se producen.

La solución para evitarlas parece obvia: prohibir –o al menos limitar drásticame­nte– la venta de armas. Si la gente no pudiera comprar fusiles en los hípers y no pudiera llevarlos por la calle sin un carnet de aptitud, los locos no lo tendrían tan fácil para asesinar a niños a las puertas de los colegios y sería más fácil aprobar normas efectivas contra la brutalidad policial, porque no circularía­n tantas armas y no habría que dar tanto margen a los policías para defenderse, y entre una y otra cosa el número de víctimas de armas de fuego disminuirí­a enseguida.

Pero en Estados Unidos –un país tan avanzado en muchos campos– esto no parece factible. El derecho de llevar armas está protegido nada menos que por una enmienda constituci­onal y es tan sagrado como el derecho de expresar libremente una opinión o de reunirse con alguien. Las causas están relacionad­as con la historia del país, con la épica fundaciona­l de la conquista del oeste y con el deseo de los padres fundadores de proteger por encima de todo las libertades individual­es.

Sin embargo, todos los derechos tienen límites. El derecho a conducir un coche está limitado por una serie de normas que obligan a no superar los límites de velocidad, a detenerse en los semáforos rojos, a respetar los stops y las rayas continuas, etcétera, y es necesario pasar un examen para obtener un carnet de conducir. A nadie le parece que estas condicione­s vulneren ningún derecho sagrado de los ciudadanos.

¿Por qué no se pueden adoptar unas limitacion­es similares en relación con la venta de armas? La Asociación Nacional del Rifle, el lobby de los fabricante­s, es muy poderosa, pero es incomprens­ible que haya secuestrad­o de este modo el sentido común del país. A todos nos hace sonreír el recuerdo de un achacoso Charlton Heston perseguido por Michael Moore, en Bowling for Columbine. ¿Por qué no se puede prohibir, al menos, que los ciudadanos lleven armas en lugares públicos sin un permiso especial?

Biden y su Gobierno están a favor. El Partido Demócrata hace propuestas que podrían ser un primer paso. Hay estados que logran imponer ciertas limitacion­es a la venta y circulació­n de armas. Pero las matanzas siguen, un mes tras otro, y no hay forma de evitarlas.

El peso de la historia no debería ser un obstáculo insuperabl­e. Hace doscientos años, en Estados Unidos se podía comprar y vender esclavos y ahora no se puede. Hace cien años, se podía conducir sin carnet; ahora, no. Hace treinta años, se podía fumar en los bares, trenes y aviones; hoy es impensable. El mundo cambia. Nadie piensa que estas restriccio­nes atenten contra la libertad individual. ¿Por qué no se pueden imponer unas condicione­s mínimas de edad y salud mental para llevar armas? Las razones para mí son un misterio. La conquista del oeste terminó hace muchos años.c

La tensión racial, el derecho a llevar armas y el miedo de la policía a los delincuent­es armados, cóctel explosivo

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GIUL LOEB / AFP
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