La Vanguardia

Quién dice los límites

- Francesc-marc Álvaro

Estupor, perplejida­d, silencios. Ante las violacione­s perpetrada­s por menores de edad nadie sabe qué decir, tampoco los que son convocados como expertos arrojan mucha luz. Vamos dando vueltas sobre el asunto, y buscamos pistas en datos vinculados a la exclusión social o a la influencia tóxica de los discursos machistas y de cierta pornografí­a, pero hay situacione­s que rompen los esquemas basados únicamente en las inercias de los barrios vulnerable­s; casos de este tipo se han dado también entre menores de entornos donde todo parece funcionar dentro de la llamada normalidad. Desentraña­r el origen de unos comportami­entos tan abismales en menores es muy difícil, nos cuesta entender de dónde proviene tanta falta de empatía, tanta deshumaniz­ación sobre el otro y sobre uno mismo.

En estos debates, siempre echo en falta lo que antes –con un lenguaje que parece ya bastante superado– se denominaba educación en los valores. Tal vez porque fui un niño que fue escolariza­do en un centro de los que aplicaban la pedagogía activa en los setenta, me resulta extraño que, ahora, pocas veces se apele al binomio libertad-responsabi­lidad, algo que me metieron en la cabeza desde el parvulario hasta octavo de EGB. Mis maestros ejercían la autoridad sin caer en el autoritari­smo de otras épocas: nos señalaban los límites y las consecuenc­ias concretas –a veces graves– de transgredi­rlos. Un vecino del barrio de Sant Roc se lamenta ante las cámaras de que “hoy ya no están esos señores mayores que antes ejercían una autoridad entre los jóvenes”.

De algún modo, estos episodios tan sobrecoged­ores, además de poner de relieve quiebras sociales muy enquistada­s, indican la pérdida de referentes que actúen, en determinad­os entornos, como brújula moral entre niños y adolescent­es. ¿Quién dice los límites? Si los padres no lo hacen y la escuela no puede llegar a todos ni puede hacerlo todo, aparece la nada, trufada de imágenes escupidas por las redes. En esa nada construida por la suma de varias incomparec­encias, surge –como una flor venenosa pero atractiva– una forma de nihilismo que no sabe que lo es. El bien y el mal se convierten en categorías invisibles, todo semeja un videojuego.

Hasta que aparecen los policías y los jueces, tal vez los primeros que muestran los límites al chaval convertido en violador.c

Echo en falta lo que antes se denominaba educación en los valores

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