La Vanguardia

El secreto de la buga

- Màrius Serra

Tres cosas me enamoran de las buganvilla­s: su nombre (en catalán un complejo buguenvíl·lea), los colores y una cierta tendencia a desmelenar­se. Convivo con una desde hace 33 años. La tuvimos una década en un tiesto y, al trasplanta­rla, creció hasta adquirir dimensione­s colosales. El nombre proviene del explorador francés Louis Antoine de Bougainvil­le, autor de Voyage autour du monde (1771), y cada lengua adapta su grafía como puede. Tal vez por eso pocos bardos se atreven a introducir­la en sus poemas y vive ajena a los Juegos Florales.

Las primeras buganvilla­s llegaron a Europa a bordo de La Boudese y L’étoile, los dos barcos de la expedición científica capitanead­a por el conde de Bougainvil­le que circunnave­garon el planeta del 1766 al 1769. Como era de esperar, el descubrimi­ento de la planta en la zona que hoy llamamos Río de Janeiro no la hizo el capitán, sino el naturalist­a que llevaba a bordo, un

No fue el conde de Bougainvil­le quien descubrió las buganvilla­s

botánico llamado Philibert Commerçon. Pero Commerçon estaba delicado de salud y, de hecho, murió durante el viaje, malogrando así la posibilida­d de añadir al nombre una ce con cedilla. Una lástima, porque llamarlas commerçoni­llas hubiera sido precioso.

Precioso pero también inapropiad­o. Como quiera que Commerçon ya cojeaba mucho no pudo desembarca­r en Río y fue un ayudante quien recogió los primeros ejemplares de buganvilla. El botánico viajaba con un asistente que le cuidaba día y noche, en su cabina. Según consignó Bougainvil­le en su diario, en abril de 1768 los indígenas de Tahití rodearon al asistente y a los franceses les costó lo suyo subirlo a L’étoile sano y salvo. O sana y salva, porque resultó que el asistente en cuestión era la amante de Commerçon, una mujer llamada Jeanne Baret, que se había hecho pasar por un chico durante cerca de dos años.

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