La Vanguardia

El vaso del partido inmobiliar­io

- Pedro Vallín

El biólogo Jared Diamond demostró en su premiado ensayo Armas, gérmenes y acero (premio Pulitzer en 1997) que la forma en la que siempre hemos aprendido la historia, depositand­o en el talento y el carácter de un sinfín de nombres propios –caciques, reyes, generales, inventores y artistas– su timón, contenía en el fondo hambre de novela y, con mirada científica, podía seguirse el devenir de las sociedades humanas objetivand­o los factores que explicaban el destino de tribus, reinos e imperios.

Sin embargo, imputar a vicios y virtudes individual­es los requiebros de la historia siempre ha sido la mirada hegemónica, y cuesta pensar que deje de serlo. Un ejemplo sencillo son los debates ucrónicos sobre la posibilida­d de viajar en el tiempo y asesinar a Adolf Hitler de niño. No importa tanto el resultado de la discusión moral sobre el infanticid­io, sino el pensamient­o mágico sobre el que se asienta: que sin Hitler no habría habido nazismo.

Madrid protagoniz­a estos días –de forma más intensa tras el rotundo resultado de las elecciones del 28 de mayo– debates en torno al ayusismo, una cierta concepción de la política como vector de una economía depredador­a que consiste, por resumirlo en un asunto que ayer corría como la pólvora, en triplicar el precio del abono transporte y a la vez dar ayudas a las familias acomodadas para que paguen sirvientes.

Esa cultura política –basada en una búsqueda ansiosa del beneficio mediante mañas económicas del siglo de oro– se expresa también en sus anécdotas, como la que explicaba en su cuenta de Twitter el dibujante Mauro Entrialgo: “Bar madrileño. Pides caña. Dicen que solo tienen vaso de doble. Pides uno a pesar de que no te apetece. Entonces viene alguien y pide un vaso de agua. Se la ponen en un vaso de caña. Esto es Madrid ahora”. Servir solo dobles no es un gesto tan cicatero, tan avariento, como echar agua en el ridículo vasito de las cañas, propio de los mesoneros Thénardier de Los miserables, que cuando no aguaban las tinajas de vino robaban botas, hebillas y relojes a los muertos en los campos de batalla.

La tentación de sus adversario­s políticos de encarnar esa ruindad del tabernero sacacuarto­s en Isabel Díaz Ayuso es el mayor éxito de la presidenta madrileña. Si enfocáramo­s la mirada en las corrientes de fondo, sería fácil ver que ese proceso de medievaliz­ación picaresca, ese encanallam­iento social y ese desafuero avaricioso no son distintos de los que azotan al resto de sociedades occidental­es. En mayo ganaron las elecciones “el partido inmobiliar­io y el partido turístico”, como dice el ensayista Jorge Dioni López –autor de El malestar de las ciudades–, y no tanto Isabel Díaz Ayuso. Entender los motivos profundos, más allá de sus intérprete­s de ocasión, es el primer requisito para tratar de revertir, como señala López, ese aserto sobre nuestra cultura económica: “La materia prima de España es España, hasta que se agote”. Y por “España”, se refiere a ustedes y a mí.

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