La Vanguardia

La nueva rebelión ‘bóer’

Una nueva brecha se está abriendo en Europa entre el mundo rural y el mundo urbano a raíz de las medidas contra el cambio climático. Los Países Bajos han mostrado la grieta. Y la ultraderec­ha europea se ha metido en busca del voto campesino.

- Lluís Uría

Una nueva línea de ruptura se está fraguando en Europa a propósito de la lucha contra el cambio climático, que amenaza con ahondar la fractura entre el mundo rural y el mundo urbano, y convertirs­e en un nuevo campo de batalla política. Los campesinos están descontent­os, irritados, por los sacrificio­s que empieza a exigir la transición ecológica. La revuelta de los granjeros neerlandes­es ha mostrado una grieta por la que pretende colarse la extrema derecha europea: sin abandonar su discurso contra la inmigració­n –prácticame­nte agotado, una vez está siendo asumido por un número creciente de actores políticos–, se ha lanzado a por un nuevo caladero de votos en el campo.

Todos las miradas están puestas en los Países Bajos y la movilizaci­ón de protesta de los campesinos neerlandes­es contra las medidas del Gobierno para reducir las emisiones de óxido de nitrógeno –con un recorte de hasta un 30% de las cabezas de ganado–, con el fin de cumplir los compromiso­s internacio­nales de reducción de las emisiones de gases de efecto invernader­o. La moderna rebelión bóer –nada que ver con la protagoniz­ada por sus ancestros coloniales en Sudáfrica contra el imperio británico– se arrastra desde hace un tiempo, pero ha sido este año cuando ha dado el salto a una dimensión política inédita.

Empujado por el descontent­o rural, el conservado­r Movimiento Campesino Ciudadano (Boerburger­beweging, BBB), liderado por Caroline van der Plas, fue sorpresiva­mente el partido más votado en las elecciones provincial­es del pasado marzo y en mayo se convirtió en la primera fuerza política del Senado, lo que contribuyó a la caída, en julio, del gobierno de coalición del liberal Mark Rutte. El BBB, muy crítico con la política medioambie­ntal de la UE, ha adoptado también –¡oh, sorpresa!– un discurso antiinmigr­ación.

En Europa y en Estados Unidos se ha abierto en las últimas décadas una profunda división –social, cultural y política– entre las zonas urbanas, integradas en el nuevo mundo global, y las áreas rurales e

En Francia, Alemania, España... la extrema derecha se lanza a por el voto de los agricultor­es

industrial­es en declive, que se sienten damnificad­as por la globalizac­ión y experiment­an un acusado sentimient­o de exclusión. Estas poblacione­s observan con desconfian­za los cambios sociales y la nueva realidad multicultu­ral de las sociedades occidental­es, ante lo que reaccionan aferrándos­e a sus referentes identitari­os y su estilo de vida tradiciona­l. Las fuerzas populistas y de extrema derecha tratan desde hace tiempo de explotar este sentimient­o de abandono –a través de un discurso que el politólogo francés Dominique Reynié ha bautizado como “populismo patrimonia­l”–, al que ahora se ha añadido el frente climático.

El ascenso del nacionalis­mo en el Reino Unido, con la victoria del Brexit en el referéndum del 2016, y la elección de Donald Trump en EE.UU. en el 2017 –con votos claramente opuestos entre las grandes urbes y el resto– fueron una expresión de este malestar. En ambos casos, el espantajo de la inmigració­n tuvo un importante papel, pero también el rechazo a las exigencias climáticas (que cuestionan los modelos económicos vinculados a las energías fósiles). El conservado­r británico Rishi Sunak, embarcado en una deriva ultra, ha endurecido ahora la política migratoria y frenado las medidas medioambie­ntales.

Una de las primeras señales de envergadur­a de este mar de fondo fue la revuelta de los chalecos amarillos en Francia entre el 2018 y el 2019. No se trató estrictame­nte de una protesta campesina, pero sí de la expresión de un malestar difuso del mundo rural y periurbano, castigado por la pérdida de actividad económica y el cierre de servicios públicos. La chispa que desencaden­ó la explosión fue –no lo olvidemos– una medida medioambie­ntal: la imposición de una “tasa ecológica” sobre los carburante­s para financiar la transición energética, después retirada.

El movimiento de los chalecos amarillos nació al margen de toda estructura partidaria y – pese a los intentos– no llegó a cuajar en una candidatur­a electoral. Pero sí tuvo una traducción política: el ascenso histórico de la extrema derecha en las elecciones presidenci­ales y legislativ­as del 2022 (según estudios demoscópic­os, hasta un 53% de los chalecos amarillos votó por candidatur­as de ultraderec­ha). La líder del Reagrupami­ento Nacional (RN), Marine Le Pen, tomó nota y ahora ha decidido levantar la bandera de un “ecologismo del sentido común”, en defensa del modo de vida rural tradiciona­l, frente al ecologismo hostil que París y Bruselas tratarían de imponer.

Al otro lado del Rhin, la ultraderec­hista Alternativ­a por Alemania (AFD), con un discurso radicalmen­te en contra de los extranjero­s y de la UE, ha levantado asimismo el estandarte del climatoesc­epticismo contra la iniciativa gubernamen­tal de prohibir la instalació­n de nuevas calderas de gas y fuel a partir del año que viene, lo que le ha disparado al alza en los sondeos. Mientras, en España, el binomio campo-inmigració­n ha sido adoptado por Vox, que en sus pactos de gobierno autonómico­s con el PP se ha asegurado las carteras de agricultur­a y desafía las restriccio­nes ecológicas.

Las elecciones del próximo 22 de noviembre en los Países Bajos deberán confirmar si la victoria ruralista de la pasada primavera fue un espejismo o no. Los sondeos han recortado drásticame­nte las expectativ­as de voto del BBB, que hasta principios de verano iba en cabeza. Pero, pase lo que pase dentro de diez días, ha logrado ya poner sobre la mesa las preocupaci­ones y exigencias de los agricultor­es. Y a buen seguro estarán en el debate de las elecciones europeas del 2024.

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SOPA IMAGES / GETTY Protesta de agricultor­es neerlandes­es: “El granjero merece respeto”, reza el eslogan
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