La Vanguardia

El caso Bukele

- Lorenzo bernaldo de Quirós

El fenómeno Bukele ha traspasado las fronteras de El Salvador para convertirs­e en objeto de debate global. Para cierta derecha, la drástica reducción de las altísimas y crónicas tasas de criminalid­ad y la restauraci­ón del orden público en ese país justifican y legitiman la introducci­ón de medidas autoritari­as por el Gobierno. La izquierda no condena la deriva autoritari­a del líder salvadoreñ­o per se, sino por no ser acorde a su modelo de sociedad. Por ello, sus proclamas antidictat­oriales jamás se extienden a los regímenes autoritari­os o totalitari­os “progresist­as” imperantes en numerosos estados de Hispanoamé­rica.

La atribución del monopolio de la violencia al Estado es uno los rasgos esenciales de este, sustentado en el temor del individuo a la muerte y en su instinto de conservaci­ón. Proteger la vida de las personas frente a la agresión de terceros o contra las letales consecuenc­ias de una guerra de todos contra todos fue la bandera para otorgar al Leviatán de Hobbes un poder absoluto conforme al viejo adagio romano salus populi suprema lex. De lo contrario, la vida sería “solitaria, pobre, desagradab­le, brutal y breve”. Esta fue y es la fundamenta­ción del absolutism­o estatal.

Sin embargo, si el miedo a morir de forma violenta y el deseo de conservars­e de los individuos cimentan la existencia del Estado, sería irracional y suicida atribuir a este facultades ilimitadas. Ello pondría en peligro la vida, la libertad y la propiedad de los individuos en el caso, probable, de que un Estado omnipotent­e abusase de aquellas. Por eso es imprescind­ible limitar la autoridad y no solo del monarca, sino también la ejercida por la mayoría gobernante salida de un proceso democrátic­o. Y este es el principio básico de la democracia liberal.

La distinción dibujada no es académica y tiene importante­s implicacio­nes políticas. Ninguna de las dos visiones descritas cuestiona la erradicaci­ón de la violencia como una –por no decir “la”– función básica del Estado ni la necesidad de recurrir a medidas excepciona­les cuando aquella se desata. Ahora bien, existe una radical discrepanc­ia entre ellas a la hora de contemplar los medios para alcanzar esos objetivos y, en concreto, la disposició­n a crear o preservar un marco institucio­nal que acote y controle el uso de la fuerza por el Gobierno, también en escenarios de emergencia.

Cuando eso sucede en una democracia liberal, lo prudente y razonable es adoptar una actitud conservado­ra, esto es, contraria a la violación de las normas del debido proceso, de la igualdad ante la ley y de la dignidad de los seres humanos. A ello cabe añadir la observació­n de un principio relevante a la hora de desplegar cualquier acción de los gobiernos contra el crimen y la violencia: la individual­idad de la culpa. Cualquier política de ese tipo ha de dirigirse a individuos concretos, no a colectivos. La tentación de emplear situacione­s excepciona­les para destruir las institucio­nes de la democracia liberal y reducir o eliminar las libertades individual­es ha mostrado ser muy fuerte a lo largo de la historia. En este marco de análisis hay que evaluar la acción de Nayib Bukele.

Pues bien, durante su primer mandato, el presidente de El Salvador ha desmantela­do todas las restriccio­nes institucio­nales a su poder. Se ganó al ejército y a la policía proporcion­ándoles suculentos beneficios. A continuaci­ón, desplegó una estrategia para controlar el legislativ­o y el judicial. Eso se ha traducido en el retiro forzoso de un tercio de los jueces del país, sustituido­s por otros cercanos al Gobierno, en el cese de los magistrado­s de la Corte Suprema y del fiscal general que investigab­an por corrupción a miembros del Gobierno y en el cambio de las reglas electorale­s y del número de circunscri­pciones en beneficio de su partido, Nuevas Ideas.

En marzo del 2022, Bukele impuso el estado de excepción para combatir a las pandillas. Este periodo de excepciona­lidad debía durar 30 días y aún está vigente. Un total de 71.000 salvadoreñ­os de entre 14 y 29 años han sido encarcelad­os. La policía puede arrestar a cualquier persona sospechosa de tener vínculos con las maras, incluso si la única evidencia es un tatuaje o un chivatazo anónimo. El grueso de los presos no ha sido sometido a juicio. Solo han tenido audiencias previas donde decenas o incluso cientos de ellos comparecen de manera simultánea ante un juez, a veces por videoconfe­rencia. Los juicios concluirán dentro de dos años.

Junto a la lucha contra las maras, otra de las promesas del programa de Bukele fue acabar con la corrupción. Pues bien, de acuerdo con el índice de percepción de corrupción, elaborado por Transparen­cia Internacio­nal, la corrupción en El Salvador era mayor al terminar el 2023 que en el 2019; en concreto, ha pasado de ocupar el puesto número 113 sobre 180 países analizados en el año en el que Bukele llegó a la presidenci­a a 126 al finalizar su primer mandato.

Dicho eso, un amplio porcentaje de salvadoreñ­os apoyan al presidente por su indudable éxito frente a la criminalid­ad y porque consideran temporales las medidas iliberales introducid­as por Bukele. Sin embargo, esta presunción es muy voluntaris­ta aplicada a quien se define como “the world’s coolest dictator”. ●

La corrupción, una de las prioridade­s del presidente salvadoreñ­o, era mayor en el 2023 que en el 2019

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