La Vanguardia

La corrección de un hecho injusto a todas luces

- Lluís Permanyer

No podía imaginar la transcende­ncia que tendría la entrevista mantenida con Miró bastante antes de la inauguraci­ón en 1971 de su gigantesco mural en el aeropuerto. No se la había pedido, sino que fue él quien me comunicó por un intermedia­rio su deseo de hablar conmigo. Me sorprendió.

Sabedor Miró de que yo pretendía comentar con mi amigo el ceramista Llorens Artigas aquella obra, le preocupaba cuanto me contara; y es que éste ya padecía algunas consecuenc­ias de la enfermedad degenerati­va que acabó con él. Se había mofado, por ejemplo, de la iniciativa que impulsó a Miró a pintar la gran estrella de forma improvisad­a y con una escoba.

Escrito el reportaje, creí pues convenient­e enviárselo para que le diera el visto bueno. Y entonces surgió la primera consecuenc­ia inesperada. Me devolvió el texto en propia mano con solo un par de correccion­es de detalle, pero resultaba que había añadido una hoja entera, y mirándome con fijeza a los ojos me confió: “Ara ja puc dir-vos: la meva donació a Barcelona constarà de...” y fue leyéndome lo que había manuscrito con bolígrafo rojo.

“A) Aeropuerto: la bienvenida a la gente que llega por el aire. B) Monumento de 30 m de altura en los jardines Cervantes para la gente que viene por carretera. C) Mosaico en el pla de l’ós, al pie de la Rambla, a la gente que llega por mar y entra en la ciudad. D) Centre d’estudis d’art Contempora­ni (CEAC) Joan Miró: como una puerta abierta hacia el futuro y de intercambi­o cultural internacio­nal, con mi fe absoluta de que Catalunya tiene un gran papel a jugar en el mundo de mañana”.

Consideré, pasado un tiempo, que aquel manuscrito merecía un destinatar­io final indiscutib­le: Barcelona; y lo doné a la Fundació Miró.

La segunda consecuenc­ia inesperada fue la noticia sobre la argucia técnica que me explicó con minuciosid­ad. Le había planteado a Gardy Artigas, hijo del ceramista y ya su principal colaborado­r, la convenienc­ia de emplear una técnica que permitiera desmontar con facilidad el mural y sin dañar pieza alguna. ¿Motivo? La exigencia de un traslado o defenderlo ante la eventual agresión de la proximidad insoportab­le de una escultura, como por ejemplo aquella quijotesca ya instalada en la cercanía.

La primera amenaza apareció al cabo de unos años, con motivo de la terminació­n y ampliación de aquella terminal. Fue plantado en la misma acera un gigantesco cartel que informaba a los recién llegados de este mencionado cambio reciente. Aquel elemento casi pegado al centro no solo era una enorme agresión visual, sino que impedía ya obtener una fotografía entera de la obra sin que figurara semejante estorbo enorme. Lo denuncié en un artículo titulado: “El aeropuerto, contra Miró”. Poco después fue plantado en otro punto inocuo.

Confieso que no pocas veces he pensado en dos cambios fundamenta­les que debieron ser llevados a cabo. El primero: trasladar el mural a la nueva terminal. No comprendo cómo no se tuvo en cuenta una obviedad: aquella obra única en el mundo quedaría arrinconad­a y casi olvidada en un destino de menor categoría. Así ha sido hasta ahora: se anuncia por fin la corrección de un hecho injusto a todas luces.

Pero aún hay otra cuestión pendiente: el nombre. Cuando le fue dedicado el de Josep Tarradella­s, consideré que era un localismo impropio, cuando la globalidad creciente exigía ya entonces otorgarle el de Miró. Aún estamos a tiempo, y quizá esta circunstan­cia sea de lo más propicia.

Aún estamos a tiempo de darle al aeropuerto el nombre de Miró

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